lunes, 5 de enero de 2009

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CUENTOS DEL AMOR VIRIL






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EL OCASO DE LOS DRUIDAS, seis capítulos más, gratis


Lo de Gales, aunque no parece peligroso, resulta más misterioso aún que lo de Anglia. Las sorpresas aumentan.
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84
A ninguno de los naturales del bosque de Tywi le impresionó la aparición de Llyfr, de regreso en el nementone. Pero a Divea, Conall, Naudú, Brigit y Dagda se les desorbitaron los ojos.
Tanto Fomoré como Fergus habían tenido que aceptar el recubrimiento que lucían como auxiliares eventuales del druida, una túnica corta, llena de ricos bordados, echada por encima de la suya. Uno a cada lado, sujetaban las esquinas y la mayor parte de la carga de un manto que, de otro modo, Llyfr no habría sido capaz de portar solo, tan importante era su peso a causa de los bordados de hilo de oro, perlas y piedras preciosas. Ninguno de los siete visitantes había visto jamás nada igual, pero los naturales del bosque de Tywi observaban el manto y el resto del brillantísimo atuendo con la misma indiferencia con que miraban las hojas de los árboles.
Tal boato era tan extraordinario, y tan inusual en los bosques celtas, que Divea no pudo contener un comentario sin apenas mover los labios:
-Esto es como Babilonia.
Nadie podía haberla oído, salvo Conall, que estaba a su lado como coprotagonista de la ceremonia, pero a la distancia de unos diez pasos donde todavía se encontraba, Llyfr miró hacia sus ojos de un modo penetrante, como si la hubiera escuchado con claridad. Su expresión no varió, pero la futura druidesa sintió angustia.
Sobre una alta plataforma de madera colocada tras el ara, habían dispuesto un asiento muy elevado tapizado de pieles de lobo. Cubriendo el asiento a una altura de diez pies, un palio de muérdago entretejido con gruesos hilos de lana. Tras acomodarse Llyfr, el manto fue extendido hasta cubrir la plataforma y el asiento, de manera que el druida aparentaba encontrarse suspendido del aire.
Catorce hermosos adolescentes de ambos sexos repartieron cuencos con un elixir, que Divea reconoció como el tercero de los siete principales. Ella fue la primera en beber, seguida de Conall, pues ambos habían sido acomodados casi en el centro del nementone, dos pasos por delante del ara. Los demás fueron bebiendo también, y una vez que todos lo hubieron hecho, a una señal del druida el bardo elevó su formidable voz para recitar el canto ritual:
El fértil Karnun nos acoge
y la bondad de Bran nos consuela,
la madre Dana nos ilumina
para merecer la sabiduría de Lugh.
Siguió una canción cuyo argumento hallaron indescifrable los siete visitantes. Narraba la historia de un clan que había sido condenado por un druida renegado a vivir suspendido del aire, en una isla volante. En tan inseguro e inestable lugar, sufrieron durante seis generaciones sin que nadie lograra vencer el sortilegio, hasta que la llegada de una niña amada por la madre Dana les llenó de esperanza. Pero aunque esa niña bondadosa les dijo que podían deshacer el encanto y les enseñó cómo hacerlo, tras largas deliberaciones los miembros del clan acordaron permanecer en el mismo lugar, porque temían morir ateridos entre las sombras del bosque.
Terminado el canto, le fue ofrecido un cuenco a Llyfr. Tras agotar su contenido, el druida pareció a punto de derrumbarse del alto lugar que ocupaba, pero a continuación, se enderezó de tal modo que semejó levitar. Su cuello, erguido casi hasta lo imposible, parecía haberse liberado del peso de la cabeza a pesar de la voluminosa corona de flores que la adornaba. Los ojos de Llyfr se tornaron blancos, con las pupilas oculta en las cuencas, y entonces habló:
-Todos los secretos están en ti, hermosa druidesa de Hispania.
Alarmada, Divea comprendió que iba a comunicarle los conocimientos de viva voz, ante el clan en pleno. Todo en el bosque de Tywi le había parecido insólito, pero el proceder del druida en era lo más incomprensible de todo.
-Sea vertida la sangre –dijo Llyfr.
En vez de sacerdotisas, fueron los adolescentes que habían repartido el elixir quienes portaron y sujetaron sobre el ara a un cervatillo. También lo sacrificaron ellos mismos sin rigor ritual y recogieron la sangre como si fueran matarifes.
-No comprendo nada –murmuró Conall.
-Ni yo –confesó Divea.
Después de beber parte de la sangre del animal mezclada con otro elixir, el druida indicó a Divea y Conall que también bebieran. A continuación, soltó una larga perorata llena de lugares comunes y cuestiones de sobra conocidas de todos, y en seguida fue dada por concluida la ceremonia.
Desolada, Divea se preguntó por qué había malgastado tiempo y energías para visitar Gales.



85
Los siete durmieron mal. La extrañeza e incomprensión de la futura druidesa se contagió a los demás, lo que les desveló a pesar de que Divea preparó para todos su fórmula del quinto elixir básico, el que serenaba las angustias del espíritu.
-Cuanto ocurre en este bosque escapa a mi entendimiento –dijo Naudú- Sobre todo, después de lo que hemos visto esta noche. Mucho brillo y belleza para envolver una burbuja de aire…
Divea asintió cabeceando un poco. Estaba abrumada y comenzaba a encontrar sentido a muchas de las advertencias de su amado bisabuelo Galaaz sobre las responsabilidades de un druida. Tras una corta vacilación, preguntó a Brigit:
-¿Tampoco tú encuentras explicación?
La hermosa sibila de pelo cobrizo bajó los ojos, consternada.
-Me pesan en los hombros las oleadas de malos presagios que caen sobre ellos, pero no se forman imágenes luminosas en mi mente. Siento la amenaza cercana de algo muy tenebroso, muy oscuro, aunque no se me desvela nada más. Sin embargo, una cosa sí creo que tengo clara: saldremos con bien de este bosque y abandonaremos Gales superando ciertas dificultades menores.
Mucho antes de que amaneciera, Dydfil acudió a despertarles; los halló despiertos y conversando sobre las más variadas conjeturas.
-Mi padre desea hablaros a vosotros, Divea, Fomoré y Fergus, mientras los demás disponéis todo para la partida.
Los demás eran Conall, Brigit, Dagda y Naudú. Una tarea demasiado pesada para tres mujeres y un solo hombre. Dydfil se adelantó a la protesta que presintió:
-Dos de mis compañeros y yo vamos a ayudaros con la carga y los arreos de los caballos, no os preocupéis. Acompaño a Divea y estos dos ante el gran druida, y en seguida volveré.
Llyfr los esperaba sentado en el centro de la amplia sala de su casa. Vestía sólo la túnica de lana blanca normal y, a pesar de ello, resultaba mucho más venerable que la noche anterior para los ojos de Divea.
-La madre Dana te proteja, bella druidesa –saludó el druida-. Estos dos valerosos y leales servidores tuyos –señalaba a Fergus y Fomoré- me expresaron ayer una grave preocupación sobre tu seguridad personal y tu futuro. Debes saber que la lealtad de estos dos hombres es inquebrantable y has de contar con ellos toda tu vida. De igual modo, escucha sus palabras con atención, aunque no te gusten demasiado y hasta puedan desagradarte. A Fomoré y Fergus les inquieta la posibilidad de que el elegido para ser tu bardo no te sirva con entera fe ni suficiente amor. Y yo te digo, Divea, que ellos tienen razón pero no toda la razón. Existen tinieblas en el ánimo de ese muchacho, pero es tu deber de druidesa sabia vencerlas. Las que turba el espíritu de tu bardo y todas las sombras que has de encontrar durante tu magisterio, el resto de tu vida. Confío en que lo consigas y me inclino a afirmar que lo conseguirás. Ahora, una vez aclarado este punto, vosotros, Fomoré y Fergus, salid a la puerta y esperad fuera con paciencia, pues debo conversar a solas con vuestra druidesa.
Llyfr habló al oído de Divea hasta que el sol comenzó a iluminar el bosque, cuando lanzó un rayo por la ventana que cubrió de oro la melena de Divea. Maravillado por una belleza que le hacía pensar en las divinidades, el druida se levantó de su asiento y echó su brazo izquierdo sobre los hombros de la muchacha mientras la acompañaba hacia el exterior. De reojo, Divea observó la tronera circular abierta en el suelo, en un ángulo de la estancia, donde descendía una escalera semejante a la del reino de Morgana. Con un ligero escalofrío, se preguntó a dónde conduciría.
Cuando vio salir a la joven abrazada por el druida, Fomoré se dio cuenta de que la futura druidesa acababa de recibir de verdad las enseñanzas que procuraba obtener en Gales, y dedujo, por consiguiente, que lo de la noche anterior había sido un simulacro escenificado tan sólo para satisfacción y recreo del clan. Una bella representación teatral en la que los aspirantes a druidesa y bardo habían sido simples comparsas.
Llegados junto al resto del grupo, todo estaba dispuesto ya. Mas les aguardaba una sorpresa nueva; Dydfil y dos de sus compañeros guerreros iban a acompañarles, supusieron que hasta la linde del bosque. Ya estaban pertrechados y dispuestos junto a la carreta, esperando sobre sus monturas.
-Aúpame ahí encima, Dydfil –ordenó el druida a su hijo.
Ayudado por éste desde lo alto del caballo, Llyfr se encaramó a una roca que se elevaba tres pies sobre el suelo. Todos creyeron que lo hacía sólo para la despedida, pero el druida alzó las manos con ademán celebrante y dijo con tono ritual, como si recitara una invocación a los dioses:
-Dagda, que fuiste consagrada a la madre Dana, has de saber que tu consagración es nula, pues me han informado de que tus padres te ofrecieron al servicio de la diosa antes de cumplir los siete años. Todo buen druida debe saber que la cifra del siete no es sólo cabalística ni mística, ni mágica; es símbolo de algo tan esencial para las personas como el sentido común, y por ello el druida Taliesin de Onix, que aceptó tu consagración, cometió una falta inaceptable contra tus derechos personales. Antes de los siete años, ningún ser humano dispone de su libre albedrío. Y sin libre albedrío, sin elección voluntaria y ansiada, no hay verdadera consagración. Por lo tanto, Dagda de Hispania, yo te libero de tus votos en el nombre de la madre Dana y de todos los dioses. Vive tu vida en paz como mujer libre, si tal es tu deseo, o vuelve a consagrarte a la diosa si en ello consistiera tu vocación verdadera.
El estupor hizo que los ojos de Dagda peregrinaran de uno a otro de sus compañeros, como si pidiera auxilio. Mas de repente, cayó sobre su entendimiento una verdad sólo presentida hasta ese momento. En lo más profundo de su corazón, jamás había aceptado el sacerdocio más que como una obligación; no recordaba un solo acto ritual donde hubiera actuado con pasión, con toda la plenitud del espíritu. Siempre había pervivido en su interior la vaga angustia de sentirse prisionera y ahora, de repente, recibía sin júbilo ni alegría el vértigo de la liberación. No iba a saber qué hacer con su libertad.
Recibieron todos en abundancia manojos de muérdago de manos de siete adolescentes, y emprendieron el viaje tras un corto ritual de despedida, para el que invocaron la protección de los dioses. Llyfr permaneció sobre la roca con las manos alzadas al cielo hasta que lo perdieron de vista.
-¿No debería tu padre tomar un baño en la Fuente de la Juventud? –preguntó Fergus.
Le había parecido que a pesar del boato y de su prestancia, Llyfr sufría ciertos achaques de la edad, pero la pregunta no era más que una ligera humorada, para señalar la senilidad innegable del druida. Dydfil respondió:
-Ya os dije ayer que todos en Tywi tomamos el baño al llegar a la adolescencia. ¿Qué edad supones que tiene el gran druida, Divea?
Esta pregunta les desconcertó a todos. Dydfil continuó.
-Mi padre cumplirá pronto los ciento once años. Me engendró a los ochenta.
-¡Tienes treinta años! –la exclamación fue general, puesto que ninguno le había calculado más de diecisiete.
La incredulidad teñida de estupor ensombreció el ánimo de los siete. Esas cosas solamente ocurrían en las leyendas.
-Me doy cuenta –dijo Dydfil- de que no tenéis idea de lo que ocurrió ayer con vuestros cuerpos. Pero ya lo iréis notando con el paso de los años.
Esta información les aplanó. Ninguno de los siete había creído estar sometiéndose a ninguna fuerza mágica cuando se sumergieron en el lago de la hermosa cueva. Pero si las edades que Dydfil declaraba eran ciertas, debían aceptar que algo de verdad habría en la creencia de que ese lago era la Fuente de la Juventud.
-Deberíais habernos avisado –dijo Fomoré conteniendo su enfado-, para saber si nosotros queríamos prolongar nuestra juventud. No es un privilegio tan ansiable como se cree, y no es demasiado de ansiar para la gente común como nosotros, porque no aporta ninguna ventaja mantenerse joven mientras envejecen quienes amas. De saberlo, yo lo habría rechazado.
-¿Alguien os engañó? –replicó Dydfil con severidad-. Desde el principio os dijimos adónde os llevábamos y yo os expliqué cómo tomar el baño, explicación que observé atentamente que respetabais sin ningún error ni rechazo. Por lo tanto, ¿por qué me insultas tú, Fomoré, con tu reproche y tu filosofía?
Se mostraba tan digno y razonable, que Fomoré sintió vergüenza.
-Debo disculparme, amigo. Pero debes saber que nosotros siete nos bañamos como si participásemos en un rito, no en espera de milagros. Estoy convencido de que mi sentimiento ante ese privilegio no ansiado es compartido por todos mis compañeros. Tal vez debimos escucharte con mayor atención y observación. Hecho queda, y que los dioses nos amparen. Ahora, llegamos a la linde del bosque; es pues llegado el momento de la despedida.
-¿La despedida? –preguntó Dydfil, perplejo-. Nadie va a despedirse. Nosotros tres viajaremos con vosotros. Hemos de protegeros hasta subir a bordo y, a continuación, hasta que dejéis de estar al alcance de las malas intenciones de algunos religiosos y señores de mi tierra galesa.
Fomoré notó que esta noticia era una novedad sólo para él, así como para Divea y Fergus. Los otros cuatro ya estaban al corriente antes de que regresaran de la casa del druida. Presintió pésimas expectativas de esa compañía, aunque no supo en ese momento lo que originaba el presentimiento.
Iban a salir de Gales sin enterarse del origen de tanta riqueza y boato en el bosque de Tywi ni descubrir si sus pobladores eran o no felices.





86
Ya sumaban diez en el dromon y los recién incorporados eran forzudos jóvenes bien entrenados. Por ello, las operaciones de carga y zarpa resultaron notablemente más fáciles que las veces anteriores que habían varado, ayudados ahora, además, por la calma chicha que presentaba el agua en la recoleta ensenada, en cuyo recodo más interior habían ocultado el navío.
Una vez que izaron la vela y una brisa suave empezó a empujarlos hacia mar abierto, los siete notaron que los tres galeses permanecían tensos, con las manos rígidas apoyadas en la borda de estribor, observando con intensa concentración la costa frente a la que navegaban, muy cerca todavía y con muchos acantilados donde podían anidar malas acechanzas. Una línea quebrada entre playas y escollos, brillantemente verde en las suaves ondulaciones cercanas, empenachadas a lo lejos por montañas oscuras recortadas en la pátina plateada de una calima húmeda que todo lo desdibujaba. Ninguno de los tres disimulaba lo más mínimo su crispación ni lo que parecía temor.
Fomoré, que ayudaba a Fergus con las maniobras del timón, se fijó en la extraña actitud y cruzó unas frases con el gálata:
-Esos tres parecen angustiados de un modo horrible.
-¿No será que miran alejarse su tierra con tristeza?
-No, Fergus. Observa sus miradas, fijas en los promontorios que vamos superando. Y mira sus hombros y brazos; parecen gatos dispuestos a saltar.
-¿Crees que temen algo?
-Creo que sí, y tenemos derecho a enterarnos.
Fomoré llamó a Dydfil junto a ellos. Notó que el hijo del druida acudía de muy mala gana, sin dejar de girar la cabeza hacia tierra firme a cada paso.
-¿Ocurre algo que nosotros debiéramos saber?
En el rostro del muchacho que sólo lo era en apariencia, apareció un viso de turbación.
-Sufrimos grandes tragedias en Tywi, y deberemos permanecer todavía en guardia, hasta que podamos estar seguros de que, al menos nosotros tres, nos hemos liberado.
-¿De qué hablas, Dydfil? –preguntó Fergus.
-De los cañones que ahora deben de apuntar hacia este navío tan extraño, si es que han descubierto que viajamos con vosotros. Si así fuera, estarán aguardando el momento en que nos tengan a tiro.
Fergus estuvo a punto de ahogarse de rabia. Fomoré dijo:
-No consigo comprenderte, Dydfil. Este viaje dura ya cinco lunas, y te puedo asegurar que en ningún lugar hemos visto tanta felicidad, placidez, opulencia y belleza como en tu bosque.
-Es lo que debe parecer según se nos ordena –replicó Dydfil-. Pero todo es una comedia.
-Antes de continuar –dijo Fomoré-, espera que vengan los demás, porque si corremos riesgos, todos deben saberlo.
Comprendiendo que se avecinaban revelaciones que no sólo les ponían a los siete en peligro, sino que podían aclarar todas las dudas y, sobre todo, las de Brigit y Divea, Fomoré convocó a los integrantes del grupo a voces. Cuando todos se reunieron en torno al timón, Dydfil les rogó que se agachasen bajo la protección del castillo de popa para no ofrecer sus cuerpos como blanco accidental a los disparos de ballesta que pudieran llegar de tierra. Tras convencerse de que todos se encontraban razonablemente a salvo, dijo:
-Debéis perdonarnos por no avisaros, pero no podíamos obrar de otro modo. Sabed que en el bosque de Tywi no somos libres de verdad. Habéis contemplado una opulencia que no nos hace felices ni nos proporciona libertad. Los celtas somos en esta tierra una especie de reliquia, tolerada mientras les sirvamos para sus propósitos. Si nos negásemos a satisfacer sus exigencias, nos destruirían.
-¿Las exigencias de quiénes? –preguntó Fomoré.
-Yo no consigo entender nada de lo que dices –declaró Divea-. Cuando llegamos, nos dijisteis que habíais recibido avisos mediante espejos de plata, por los que os enterabais de cuanto sucede en todo el territorio de Gales. ¿Cómo podéis ser prisioneros y parecer sin embargo tan libres y dominadores de esta tierra?
-Para los mensajes con espejos –informó Dydfil-, basta con un hombre en la cumbre más alta de cada sierra y unos pocos en esta costa que frecuentan los navíos. Quienes dominan de veras Gales son los superiores de los conventos.
-¿Hay conventos de la cruz en Gales? –preguntó Divea con enorme sorpresa.
-Ni imaginaríais cuántos. Toda la tierra es suya, lo mismo que los castillos y demás propiedades. Mi padre, el gran druida, es sólo un servidor más, atado a distancia para sus fines.
-Pues parecía anoche el soberano más poderoso de la tierra –ironizó Divea.
-Sí, mi padre se dio cuenta de que lo comparabas con Babilonia.
-¿Puede leer el pensamiento? –se asombró Divea, puesto que recordaba haber murmurado ese comentario demasiado lejos del punto que ocupaba el druida.
-Puede leer los labios y también las miradas. Él emplea toda esa pompa sólo para mantener los símbolos externos y la ficción de un poder que no es suyo de verdad. Vivimos en esclavitud, Divea, la más monstruosa de las esclavitudes que podáis imaginar.
-Yo… -fue a decir Fergus, pero se mordió el labio y calló.
-¿La más monstruosa esclavitud, Dydfil? –reprochó Fomoré-. Yo he visto esclavos entre los cetrinos desmujerados que se han apoderado de gran parte de Hispania. Esa vida sí que es terrible. Te aseguro que vosotros no os parecéis a ellos.
-Por eso es monstruosa –alegó Dydfil-, porque no lo parece y se reviste de un falso esplendor. Pero habéis de saber que de cada diez de nuestros niños que cumplen doce años, hemos de entregarles a siete. Para sobrevivir como pueblo, nos vemos obligados a mantener preñadas a nuestras mujeres todos los años, pero la abundancia de nacimientos no nos ahorra el dolor de estar obligados a cuidarlos, ayudarlos y educarlos, para al final, verlos convertirse en nuestros propios enemigos. A partir de los doce años, los encierran en sus cenobios y les insuflan el odio hacia nuestro pueblo y nuestros dioses, de los que deben abjurar en el mismo instante que se los llevan. Y no sólo eso, también están obligados a odiar a sus propios padres y hermanos. Yo mismo, tengo dos hermanos que han crecido entre ellos a pesar de ser hijos del gran druida, y que si ahora los tuviera delante tratarían de matarme por escapar, aun sabiendo que soy su hermano mayor.
-¿Escapar? –preguntó Dagda.
Mostraba desorientación, a causa del sentido que ella le había atribuido al empeño de Dydfil por viajar en el dromon.
-El deseo de estar a tu lado es lo que ha acelerado mi decisión, Dagda. Nosotros tres venimos proyectando la huida hace tiempo, pero vuestra visita y, sobre todo, tu presencia, es lo que ha hecho que ya no la postergásemos más. Pero debíamos escapar para buscar el bien de nuestro clan. Las alforjas de nuestros tres caballos no llevan alimentos ni ropa; sólo oro. Nos proponemos reclutar un ejército entre los celtas de Hispania, para volver a Gales a liberar a nuestro pueblo.
-¿En Hispania? –se extrañó Conall-. ¿Por qué no en Hibernia, que está tan cerca de vuestra tierra?
-En Hibernia sería imposible. Ya veréis por qué.
Comenzaban a distanciarse de tierra lo suficiente como para no temer los cañones ni, mucho menos, los disparos de ballestas, y por ello notaron que los tres amigos se serenaban y abandonaban la vigilancia.
-Tal vez sea que nadie nos ha traicionado –comentó Dydfil- o no han tenido tiempo de movilizarse antes de que ganásemos distancia. Sabed que algunos padres del bosque, desconsolados por el secuestro de sus hijos, se convierten en traidores de sus hermanos los celtas bajo la promesa de recuperarlos, cosa que jamás ha ocurrido ni ocurrirá. Pero con ese proceder tan ruin, esta tierra está minada de enemigos que no somos capaces de identificar ni prever.
-Entonces –preguntó Fomoré con pasmo-, ¿de dónde viene esa riqueza alucinante que poseéis?
-Todo está en la casa de mi padre –respondió enigmáticamente Dydfil, que ahora esbozó una leve sonrisa sobre su expresión triste.
-¿Fórmulas mágicas, alquimia? –preguntó Conall con tono algo rajado.
-No –respondió Dydfil-. Sencillamente, una mina. La mina de oro más fabulosa que imaginar podáis se encuentra bajo la casa de mi padre.












87
El mar era gris sin apenas matices, una extensión fría y desangelada que no alentaba el optimismo. A pesar de ello, los tres galeses iban mostrando mayor serenidad cuanto más se distanciaban de su país; mientras, los siete trataban de sobreponerse al cúmulo de sorpresas. Sobre todo, las cuatro mujeres, que no habían asimilado ni creían poder asimilar la noticia del secuestro de siete de cada diez adolescentes. Eran incapaces de comprender cómo podían sobrevivir las madres a un drama tan horrible y ser capaces de parecer todos tan felices como habían fingido durante el pomposo ritual de Llyfr.
Durante la corta travesía, Dydfil trató machaconamente de desalentar las esperanzas de los siete sobre Hibernia:
-Alguien ha fomentado en vuestro ánimo expectativas injustificadas. Hace muchas generaciones que recibimos periódicamente en Gales oleadas de refugiados celtas procedentes de Hibernia, también llamada Erin por sus naturales. Llegan empujados todos ellos por los sufrimientos del acoso físico y moral, y la persecución religiosa. En esencia, es verdad que Hibernia es un mundo celta casi en su totalidad por raza y origen; lo terribles es que han dejado de ser celtas de verdad.
-Pero –discrepó Divea- todas nuestras tradiciones hablan de la isla verde como la meta soñada, lo más semejante al edén de las fábulas; el lugar donde nuestra cultura no solamente resiste, sino que prospera.
-Sí, querida druidesa –respondió Dydfil-. Pero las cosas han cambiado mucho desde Jafet y, sobre todo, desde los Milesianos Uar, Eithear y Armegin, que llegaron a la isla de Hibernia desde Hispania, a donde sus padres habían arribado procedentes de Egipto. Desde la primera proeza de Armegin, los celtas hiberneses permanecieron fieles a nuestros dioses y nuestra cultura, hasta hace pocas generaciones.
-¿La proeza de Armegin? –preguntó Dagda.
Dydfil sonrió. Comprendió que la hermosa hispana de cabello oscuro que le había robado el corazón trataba de acaparar su atención mediante preguntas. Le sonrió con ternura antes de responder:
-Sí, Dagda, querida. Es una historia cierta. Cuando los descendientes de Jafet llegaron a Hibernia desde Hispania, se encontraron con un reino muy poderoso llamado Tara, cuyo rey era el taimado Tuatha De Danann, quien reclamaba para sí la propiedad exclusiva de toda la isla. A los recién llegados les ordenó que abandonasen su país, pero Armegin encontró un subterfugio. Dijo que se retiraría con sus naves a la distancia de nueve olas y que si Danann era tan poderoso, que les impidiera volver a tomar tierra, pero si no podía impedírselo, ellos se asentarían en la isla para siempre. Aceptado el reto, Armegin junto con sus compañeros navegaron hasta la distancia indicada, y allí, el poder de Danann aliado con las profundidades, se puso de manifiesto levantando una tormenta espantosa que a punto estuvo de hacer zozobrar las naves. Pero Armegin resistió el temporal y, alzado sobre la proa de su navío, pronunció la más maravillosa invocación druídica a la madre Dana. Con la última de sus palabras, la tormenta cesó de súbito. Habiendo superado el reto, los Milesianos desembarcaron de nuevo y fundaron su reino de Hibernia; era el decimoséptimo día de la segunda luna de primavera.
-Es una leyenda emocionante –comentó Divea.
-Los hiberneses no le llaman leyenda –aclaró Fomoré-. Ellos consideran que es el primero y el más importante de los anales de su historia.
Divea sonrió y asintió mientras miraba con entendimiento a los ojos del hombre más misterioso de los siete. Ella había sido puesta al corriente, en el país de las piedras clavadas, del porqué de que Fomoré poseyese conocimientos tan profundos, pero habiendo comprometido su silencio, se daba cuenta de que los demás miembros de su grupo solían mostrar estupor al oír algunas de sus frases. Concretamente, en ese momento observó la mirada sombría de Conall, que oscilaba del hermoso rostro de Fomoré al suyo, con deseo evidente de lanzar reproches.
Las miradas evasivas y algunos desplantes de Conall se estaban convirtiendo en cotidianos, y aunque Divea comprendía que debía encontrarles solución, no se decidía a abordar la cuestión francamente porque habían crecido juntos y le resultaba incómodo hacer valer su autoridad. Sin embargo, tenía la obligación de seguir el consejo del gran druida Llyfr. Sabía que debía emplear la sapiencia asimilada para despejar las supuestas sombras de la mente de Conall que detectaran Fomoré y Fergus.








88
Fergus enrumbó la proa hacia el abrigo más favorable de cuantos había tenido el dromon bajo su mando. Una angosta cala de oscuras rocas verticales, casi un desfiladero, con una pequeña playa en el fondo. El bamboleo del agua producía rumores y espuma entre numerosas rocas desprendidas de la pared vertical, cubiertas de algas y moluscos. Todo lo que veían más allá de los escollos emergidos era una muralla oscura como el carbón donde no se apreciaba a simple vista más que inaccesibilidad.
-No vamos a poder subir la carreta por esos acantilados –señaló Conall al gálata- ni, mucho menos, los animales.
-Nunca te fíes de como parecen las cosas desde el mar –respondió Fergus con una sonrisa-. Tú deberías saberlo de sobra, ya que presumes de haber sido pescador. Debido a la distancia y el balanceo de las olas, y también por culpa del velo de la calima que levantan las olas, los relieves de tierra se achatan y desfiguran para quien mira desde un navío. Por mi experiencia en miles de islas del Mar del Centro de la Tierra, puedo asegurar que no hay motivos para tus dudas. Con la agilidad fantástica de Fomoré y la fuerza de los tres galeses, ya verás como nos las arreglamos. Algún sendero o trocha tiene que haber.
Tras la charla del druida Llyfr, Fergus había decidido tratar de intimar con el aprendiz de bardo a ver si era capaz de desenmascarar sus intenciones, y le daba conversación tanto como podía. Notaba que también Fomoré seguía la misma táctica, pero era difícil hablar de ello para establecer una estrategia común, puesto que Brigit no se apartaba de su vera más que lo indispensable, y en todo caso ambos tenían siempre alguien cerca desde la partida del bosque de Tywi. Supuso que habría mejores posibilidades de conversar en un aparte una vez que estuviesen de nuevo en tierra.
-Pero es que me angustia lo que Dydfil nos ha contado de las persecuciones que sufren los celtas de este país –arguyó Conall-. Temo que si los hiberneses no nos recibieran bien, sería demasiado imprudente que les dejemos vernos llegar desde una posición tan ventajosa, encontrándose ellos en lo alto de las rocas y nosotros atrapados en caminos tortuosos, por donde tendremos que subir demasiado lentamente y con muchas dificultades. ¿Tú te imaginas que los caballos van a aceptar subir por ahí?
Fergus volvió a sonreír.
-Hombre, me alegra que seas tan precavido. Pero no te preocupes. No va a suceder como has dicho.
-¡Ah! ¿No?
-Antes, he mencionado la agilidad de Fomoré porque espero que escale estas murallas tan empinadas por algún recoveco que encuentre fuera de este abrigo, donde no pueda ser descubierto desde arriba. Nosotros no desembarcaremos hasta que él no llegue a lo alto de esas rocas y nos asegure que tenemos vía libre.
Ahora fue Conall quien sonrió, gesto que no prodigaba. Fomoré se preguntó por qué lo haría tan poco, ya que poseía una sonrisa atractiva y luminosa. Supuso que el motivo tenía que ser lo que le corroía las entrañas. Las tinieblas en que reservaba las emociones de su pecho le ensombrecían la expresión.
En cuanto vararon, Fomoré se echó al agua por la popa, donde no podría ser visto desde tierra. Aunque el agua estaba algo alborotada, no le resultó difícil nadar hacia mar abierto y llegar al roquedal vadeando varios escollos. Permaneció unos instantes en el primer relieve al que pudo encaramarse, para tomarse un respiro y aguardar la señal afirmativa de Fergus, que en cuanto lo vio trasponer la punta pidió ayuda a los demás a fin de examinar con atención el borde superior del acantilado, por si observaban algún movimiento. Pasados unos momentos, dieron por cierto que nadie les vigilaba y el gálata disparó con la ballesta una flecha que llevaba prendido un pedazo de lienzo blanco.
Fomoré, que no podía ver el navío desde su posición, sí vio caer en el agua, muy cerca, la ingeniosa señal de vía libre ideada por Fergus. Comenzó la escalada de inmediato. Entretanto, Divea no paraba de mirar con preocupación hacia el saliente tras el que Fergus había desaparecido.
Conall siguió la mirada angustiada y sintió en el pecho un raro escozor que trató con todas sus fuerzas de disipar, lleno de desconcierto. Le molestaba que la futura druidesa diera siempre la razón a ese hombre tan excepcionalmente hermoso, pero, además, le producían desazón unas miradas que le parecían declaraciones de amor. Debía sacudirse e impedir que le rondasen pensamientos tan molestos. Llevaba casi dos lunas agarrotado por engorrosas contradicciones internas que le causaban vértigo; no quería malograr su éxito personal en ese viaje de iniciación a dúo obstaculizado por pasiones inmediatas y reacciones impulsivas que nada podían reportarle para el porvenir. Un porvenir que tenía decidido desde antes de comenzar el viaje y nada podía desviarle de él. A fin de pensar en otra cosa, se apartó un poco hacia donde Naudú estaba oficiando una de sus frecuentes ceremonias. La sacerdotisa astur encontraba en todos los sucesos y acontecimientos razones para quemar hierbas aromáticas en un pebetero y elevar preces a Dana y demás dioses, entre los cuales Bran era su favorito. Y lo hacía con mayor afán y devoción desde el momento en que Dagda había sido exonerada de sus votos por el druida Llyfr y tenía que oficiar sola. En el momento que el futuro bardo se le acercó, recitaba una larguísima oración dando gracias por el buen fin de la travesía, a pesar de su brevedad y de que el mar había estado sereno todo el tiempo. Conall aguardó respetuosamente a que acabase. Examinar su proceder también era para él un buen método de iniciación.
-¿Deseabas algo? –preguntó la sacerdotisa cuando terminó.
-Nada especial. Sólo, hacerte compañía.
-Acompáñame y terminemos el rito a dúo.
Mientras vertían las cenizas por la borda y las hacían volar sobre el mar, Naudú volvió la mirada hacia Conall y dijo:
-Pareces raro.
-Todos decís lo mismo desde que emprendimos este viaje. Aunque al principio me molestaba mucho, ya no me lo tomo a mal.
-No es eso lo que he querido decir, Conall. Me pareces raro esta tarde precisamente porque no te veo como todos los días. Creo que estás cambiando en algo que no consigo precisar.
-Esta madrugada me he recortado el pelo.
Nuadú se echó a reír. Conall acompañó sus risas.
-No seas bromista, Conall. Sabes bien que no es a eso a lo que me refiero.
No era la apariencia externa de lo que hablaba la sacerdotisa, sino de algo situado bajo la piel y tras la mirada. Notando la incomodidad que al aprendiz de bardo la causaba su escrutinio, volvió los ojos hacia el patrón del navío.
-Parece que podemos comenzar el desembarco –dijo en voz alta Fergus, al tiempo que señalaba un punto en lo alto del acantilado.
Asomado al borde del precipicio, Fergus les hacía señales de asentimiento moviendo en aspa los brazos alzados con las manos extendidas. A continuación les indicó el punto mejor para intentar el ascenso.




89
Todos estaban derrengados cuando lograron llegar a lo alto, donde comprobaron que el acantilado era el corte repentino sobre el mar de una meseta litoral llana, con muy escasa vegetación. El camino que acababan de coronar a duras penas no presentaba huellas ni trazas de haber sido utilizado antes de su paso.
-Creo que somos los primeros en subir por ahí –comentó Conall- y no me extraña, porque he creído todo el rato que en el momento más inesperado caeríamos al vacío.
Divea comentó:
-Deberíamos preguntarnos si seremos capaces de bajar por el mismo sitio. Pero mientras que los pesimistas creen que el viento llora; los pesimistas, creemos que canta. Si duro ha sido conseguir que los caballos avanzaran hacia arriba sin despeñarse, más complicado será obligarlos a bajar, y sin embargo sé que lo haremos.
-Encontraremos el modo –dijo Fomoré, sonriente-, no te preocupes.
La sonrisa que cruzaron éste y la futura druidesa extendió nuevas sombras sobre el ánimo de Conall, que apretó los labios y miró hacia oro lado. No se comprendía a sí mismo y su confusión aumentaba a cada paso.
-¿A qué bosque hemos de dirigirnos, Divea? –preguntó Fergus.
-Hibernia es el único país del cual ningún druida me ha adelantado el bosque que debo buscar ni el nombre del druida de quien debo aprender.
-Si me permites –terció Dydfil-, hay dos cosas que no podemos hacer en Hibernia. La primera, parecer demasiado fieles a las tradiciones celtas; la segunda, vestir de manera que confirme esa sospecha. Como veis, nosotros tres hemos cambiado nuestras galas guerreras por este sayo oscuro, y a vosotros os convendría hacer lo mismo. Os advierto de que no vamos a encontrar fácilmente un clan establecido en un bosque y gobernado por un druida, tal como conocemos a los druidas.
-¿Qué será, entonces, lo que encontraremos? –preguntó Divea.
-Hace más de quinientos años –relató Dydfil- que un druida renegado convenció a machamartillo a los hiberneses para aceptar los dioses cristianos y despreciar los nuestros. Se llamaba Patricio y a partir de su muerte fue deificado como héroe particular de este pueblo, aunque no había nacido aquí. Unos dicen que era un pastor natural de la Galia capturado por piratas hiberneses, y otros, que era galés, lo que yo, personalmente, consideraría un baldón; también hay quien asegura que pertenecía a una familia noble del fabuloso reino celta de Stratchlyde, que las leyendas sitúan al norte de estas islas. Hasta hay quien llega a decir que, antes de venir a Hibernia, había sido consagrado en Gales como su más poderoso arzobispo. Lo indudable es que fue uno de los druidas más listos de aquellos tiempos. Dominaba los recursos druídicos como nadie y, según demostraron los acontecimientos, mucho mejor que sus grandes competidores coetáneos, Lucetmailh y Lochru. La cuestión es que fuera pastor, noble o arzobispo, había acabado persuadido de que los dioses cristianos eran más poderosos que los celtas y se empeñó por ello en convencer a los reyes y nobles de renegar de la madre Dana, Lugh y todos nuestros dioses. Para ello, se valió de su iniciación druídica con astucia que yo describiría como alucinante. En su tiempo, Hibernia estaba llena de reinos celtas muy poderosos y parece comprensible, por tanto, que Patricio manejase en su favor todo cuanto había aprendido de los conocimientos druídicos secretos. Cuando Lucetmailh lo retó a que fabricase nieve siendo verano, Patricio lo rechazó diciendo que no deseaba actuar contra la Naturaleza, por lo que Lucetmailh, muy contento, fabricó nieve al instante para dejarlo en evidencia. Pero Patricio hizo que se derritiera, alegando que eso sí era natural bajo el sol estival. También se valió de viejos trucos para conseguir que Lochru, a quien detestaba porque siempre lo superaba en conocimientos, quedase suspendido en el aire y, a continuación, lo hizo caer violentamente sobre el suelo, de modo que el cráneo de Lochru se abrió y sus sesos quedaron desparramados. El más alabado de los trucos de Patricio fue un prodigio de taimada habilidad. Para demostrar el poder de los dioses cristianos sobre los nuestros, convocó a todos los reyes diciéndoles que iban a poder convencerse personalmente de esa superioridad. Antes de tenerlos reunidos, había mandado construir una casa cuya mitad derecha había sido levantada con madera fresca, muy húmeda; la parte izquierda fue construida con madera secada al sol durante años. Mandó a uno de sus discípulos cristianos que se situase en la mitad derecha y a un aprendiz de druida que lo hiciera en la izquierda y, entonces, prendió fuego a la casa. Como es natural, la parte izquierda ardió rápidamente, muriendo el joven druida muy pronto entre las llamas, mientras que la parte izquierda apenas se incendió, por lo que el cristiano pudo salir ileso, ante el asombro y el pasmo supersticioso de los reyes.
Todos rieron.
-Lo que encontraremos –continuó Dydfil, respondiendo así la pregunta de Divea-, querida druidesa, son numerosos y grandes conventos cristianos que te parecerán los castillos más altivos, impresionantes e inaccesibles que hayas visto nunca. En todos ellos mandan druidas poderosísimos que alaban a todas horas a los dioses cristianos en letanías interminables. Según nos cuentan en el bosque de Tywi los fugitivos hiberneses que a veces buscan refugio entre nosotros, entre letanía y letanía salen los monjes con sus hábitos oscuros en persecución de los clanes fieles a las tradiciones celtas que pudieran haber sobrevivido. Por eso, resultará prácticamente imposible que encontremos alguno. Esta situación tan dramática para nosotros quizá sea el conocimiento que te han aconsejado venir a percibir: de qué manera arrolladora está siendo arrasada deliberadamente la cultura celta. Pudiera ser que contemplándolo, se te ocurran métodos para evitar que en tu país ocurra lo mismo.
-En nuestro país –terció Conall-, los cristianos se han apoderado ya hace tiempo del más importante de los patrimonios celtas, el Camino al Fin de la Tierra. No creas que allí son las cosas más fáciles para nosotros.
-Vuestra ventaja –repuso Dydfil- es que no tuvisteis un Patricio y que según aseguran los que lo han visitado, es un país muy extenso y cruzado por todas partes de cordilleras que forman murallas infranqueables. Con tales características, nadie podría ejercer un dominio tan severo ni tan absoluto como aquí y, así, quedarán mayores espacios para la libertad. Por eso, mis dos amigos y yo iremos con vosotros, con idea de poner en marcha la resistencia celta contra los desmanes que padecemos en toda Europa.
-Con tales perspectivas, yo no querría vivir aquí –comentó Brigit.
Fergus sonrió. Sin pretenderlo, Brigit había respondido la pregunta que pensaba hacerle al día siguiente. Habiéndose expresado de ese modo, la decisión era clara: volverían a Hispania junto a Divea y asistirían a la consagración de la joven druidesa.

domingo, 4 de enero de 2009

EL OCASO DE LOS DRUIDAS. Empezamos el libro número 4


En pleno suspense, los peregrinos van venciendo dificultades al tiempo que reciben sorpresas alucinantes.
La editora sinvergüenza sigue gastándose el dinero que me ha robado.
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CUARTO LIBRO
Entre galeses e hiberneses
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La travesía fue tan corta, que cuando entraron en una tranquila bahía del sur de Gales les pareció que continuaban todavía en Anglia. Con las ocupaciones de a bordo y el cuidado de los animales, ni siquiera les había dado tiempo de disfrutar ni regodearse del triunfo aparente contra los poderes de Morgana, la triple druidesa eterna. Ninguno preveía que fuesen a padecer consecuencias de la burla, porque habían abandonado sana e intacta a la tercera de la trinidad en la linde del bosque alucinante.
Mediaba el verano, por lo que Divea y Conall disponían tan sólo de dos lunas para culminar el viaje de iniciación antes de que las veleidades imprevisibles del otoño encresparan de modo insuperable las olas del mar, para volver de ese modo sin percances a su bosque del castro de Santa Tecla. Si no querían verse obligados a postergar el regreso hasta la primavera siguiente, tenían que darse prisa pero sin dejar de cumplir todas las metas que les habían ordenado.
Fomoré permaneció parte de la travesía al lado del timón, simulando ayudar al gálata, aunque lo que quería en realidad era conversar acerca de Conall.
-Tengo pálpitos muy inquietantes sobre ese muchacho, Fergus. Pero no querría incurrir en irrespeto a Divea ni complicar al grupo con ninguna situación desagradable. ¿Sigues convencido de que no es agua limpia?
-Bueno… La verdad es que durante la treta con que vencimos a Morgana, Conall se comportó correctamente, y quizá seamos demasiado injustos sospechando de él. Pero allá en Galacia, cuando nuestro bosque estaba vivo aún, decía mi abuelo que un pálpito puede ser mil veces más certero que todas las palabras de un libro. Tú tienes ese barrunto y yo también lo he tenido muchas veces, de manera que tal vez habría que atajar el mal si es que existe en su pensamiento.
-¿Y si lo sometiéramos a una prueba? –sugirió Fomoré.
-Si a ti, que tan sabio pareces, se te ocurre alguna y necesitas que yo te ayude, lo haré gustoso.
-Se me ocurren varias. Te propondré alguna según lo que nos encontremos en tierra, sobre todo en ese bosque de Tywi que Divea está obligada a recorrer. Partholon le habló de un riachuelo del que dicen que es la fuente de la juventud eterna, lo que a todos podría sernos muy provechoso. ¿Tú sigues con tu propósito de quedarte en Hibernia para siempre?
-Ése era mi plan desde que me apoderé del dromon. Pero en ese tiempo han ocurrido dos novedades. Primera, he descubierto que el clima en estas islas es demasiado brumoso y frío en relación con el de mi juventud, lo que me hace dudar; en segundo lugar, y mucho más importante, deseo pasar el resto de mi vida junto a Brigit y todavía no le he preguntado dónde querría permanecer. Ya veremos.
-De todos modos –sugirió Fomoré-, no sería mala idea que nos enseñases a navegar a los demás, por si decidieras finalmente quedarte en Hibernia. Además, allí convendría reclutar a hombres que quisieran viajar con nosotros como remeros en este navío tan grande, a ver si pudiéramos hacer la travesía directamente hasta mis bosques del Fin de la Tierra.
-Tal como se comportaba el océano cuando salimos del abrigo de la tierra de las piedras clavadas, creo que esa travesía directa sería muy peligrosa.
-Creo que con tu experiencia y unos cuantos hombres más, no correríamos peligro. Pero aún sin ti habría que intentarlo. Noto en Divea impaciencia por volver cuanto antes, así que supongo que cuando culmine la enseñanza con algún druida de Hibernia, deseará regresar lo más rápido que sea posible.
Dejaron de hablar de Conall el resto de la travesía. Cuando vararon el dromon en un rincón donde el mar parecía el embalsamiento de un río, ambos hombres se miraron varias veces sabiendo ambos en lo que pensaban, pero sin hablar de ello.
-¿Qué nos toca hacer en este país, Divea? –preguntó Fergus mientras descargaban el carro del dromon?
-Bastará con encontrar a un druida –respondió Divea- cuyo bardo pueda recitarnos entero y sin fallos al menos uno de sus poemas, que denominan mabinogi. Pero no sé si habría de recibir aquí nuevos conocimientos, puesto que tanto ignoro. Sin embargo, siento que no me falta mucho para poder atreverme a recibir en mi cabeza las palmas de las manos de Galaaz, mi bisabuelo que, si no el más sabio, es por lo menos el druida más bondadoso que conozco.
Una vez que aseguraron el dromon en un lugar recóndito, a salvo de miradas ambiciosas y, por lo tanto, de asaltos, emprendieron el camino bajo la convicción de que la visita a Gales no iba a prolongarse mucho. En el momento de largar riendas de sus caballos, Fomoré y Fergus cruzaron una mirada de inteligencia mientras el primero señalaba con el mentón a Conall.
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Cruzaron extensas ondulaciones de colinas muy verdes alternadas con algunos páramos amarillentos, pero notaron pronto a lo lejos la cercanía de bosques extensos y feraces, donde los ríos y los lagos debían de abundar.
-Se me ha ocurrido una idea en relación con Conall –dijo Fomoré, emparejando su montura con la de Fergus.
-¿Qué debo hacer yo?
-Todavía, nada. Esa idea sólo podría funcionar si el druida del bosque de Tywi aceptase ayudarnos, lo cual no me parece que sea demasiado difícil de conseguir si esgrimimos la necesidad de proteger a una futura druidesa. Por si acaso se confirmaran nuestras sospechas, sería mejor que lo pongamos en práctica únicamente después de visitar ese legendario río de la juventud eterna.
-¿Por qué, Fomoré? No comprendo.
-Si hemos de expulsar a Conall de nuestro grupo, lo conveniente sería hacerlo cuando ya estemos a punto de partir hacia Hibernia, para no brindarle oportunidad ni tiempo de maquinar su venganza.
Les bastó algo más de media jornada para alcanzar el bosque, umbroso pero no lóbrego, húmedo y colmado de rumores, pero no tétrico. Los robles eran abundantes, cubiertos de musgo que llegaba a colgar sobre sus cabezas, y grandes afloraciones de muérdago; también vieron pinos de troncos rectilíneos, iguales a los de Anglia, y numerosos acebos, avellanos y saúcos entre otras especies a las que no consiguieron poner nombre. Tras un recorrido bajo la fronda no muy prolongado, tardaron poco en presentir que eran observados por varios ojos, pero no se ocultaban con tanto cuidado como en la entrada a los bosques de los países que ya habían visitado. Los siete pudieron entrever las siluetas de tres figuras y ni siquiera estaban demasiado lejos. Sin embargo, Divea actuó según su costumbre. Se alzó en el pescante y mostró con la mano izquierda la piedra grande de Galaaz y con derecha, la pequeña de Partholon.
En vez de acercárseles un hombre solo, fueron tres los que lo hicieron. En el centro, el que sin duda sería el gran druida de todo Gales, a juzgar por la riqueza de su atuendo; un hombre de pelo y barba completamente blancos que tendría más de setenta años. Junto a él y a su derecha, el bardo, un hombre todavía joven, de aspecto agradable y robusta complexión, que cargaba la lira en su espalda como si fuese un carcaj. A la izquierda, un muchacho a quien no supieron atribuir rango ni función, porque era excesivamente joven para ser el sirviente personal del druida y vestía demasiado bien, un atuendo que sugería condición de guerrero pero muy vagamente, ya que la ligera coraza sobre su pecho aparentaba ser de plata y estaba ornamentada con grabados muy bellos; el resto de la vestimenta sugería condición principesca.
Sin cambiar su posición al sofrenar Conall a los animales, Divea dijo:
-Mi nombre es Divea, vengo de Hispania en mi viaje de iniciación para merecer la consagración de druidesa. Éste es Conall, que también se inicia como bardo. Ahí, a la izquierda, vienen el gálata Fergus y la polaca Brigit. A la derecha, se acercan Fomoré, Dagda y Naudú; los tres son hispanos como yo. Salve, venerable druida.
-¿Tienes algo que mostrarme y decirme, bella muchacha?
Como respuesta, Divea descendió del carro y se acercó junto al caballo, del que druida se apeó con la ayuda del joven. La futura druidesa fue extrayendo de su ropa la marca-árbol de Karnun, el cascabel de Ogmios y el círculo de bronce, mientras iba recitando las fórmulas ceremoniales al oído del druida.
Terminado el formulismo, dijo el hombre de cabellos resplandecientes de tan blancos:
-Mi nombre es Llyfr y soy el druida de este bosque y los de alrededor. Mi compañero bardo se llama Hergest y éste es Dydfil, mi hijo. Sed bienvenidos al bosque de Tywi, la tierra deseada. Dime, hermosa Divea, lo que pretendes aprender de mí.
Divea bajó la cabeza.
-Lo que vos, señor, halléis que merezco saber.
El druida sonrió casi a punto de soltar la carcajada.
-Veo que te han educado bien y que tú lo has aprovechado mejor. Emprendamos el camino de regreso a nuestro nementone. Para amenizar el recorrido, Hergest, te ruego que recites a esta bellísima druidesa uno de nuestros mabinogi.
-¿Cuál, señor?
-El de Pwyll creo que les interesará a ella y sus compañeros, y los entretendrá durante la cabalgada.
Mientras organizaban el cortejo para emprender la marcha, Dagda cambió su montura por el puesto de Divea en el pescante, para que la futura druidesa pudiese cabalgar al lado del bardo. Con objeto de controlar la montura durante el recitado, el joven Dydfil tomó las riendas del bardo y éste desenganchó la lira, para comenzar en seguida a tañerla.
A la segunda estrofa, los siete se sintieron cautivados por la voz. Hergest cantaba en un registro altísimo, sin dejar de ser su tono como seda que acariciara las hojas de los árboles bajo los que transitaban. A los siete les dio la impresión de que todos los animales del bosque se hubieran detenido, callando para oírle. Pero si deliciosa era la voz y la melodía, más se lo pareció el romance.
Contaba que un caballero llamado Pwyll había salido a cazar y se desorientó en un lance, persiguiendo a la jauría, que perdió de vista. Cuando trataba de reencontrar a sus compañeros de montería y a sus animales, el caballo que montaba corcoveó medio espantado al ver aparecer un corzo acosado por una jauría enloquecida de perros que no eran normales, pues aunque el pelaje era blanco como el alba, sus orejas eran iguales que brasas ardientes, y como los galeses creen que el pelo rojo da mala suerte…
En este punto, el bardo vaciló un instante, mirando de reojo la hermosa y exuberante melena cobriza de Brigit, que le cubría más abajo de su cintura. Sonrió levemente, alzó los hombros a modo de disculpa, y continuó.
Pwyll eludió acercarse a esa jauría, pero ya había traspasado las lindes del reino de Annwn, llamado “Tierra de Muertos”, y se encontró de pronto envuelto por la niebla, entre la que llegó ante él un hombre que cabalgaba muy lentamente, como en un sueño. Sin quitarse el reluciente yelmo de plata, le preguntó con voz que parecía sonar desde muy lejos: “¿Por qué no habéis cazado ese corzo que tuvisteis a tiro? Habéis permitido que escape”. Apurado, Pwyll se disculpó: “Siento mi torpeza. Si en algo pudiera serviros para complaceros os prometo que lo haré”. El desconocido repuso: “Me llamo Arawn y soy el rey de estas tierras. Acepto vuestra oferta. El destino ha querido que os encuentre, pues hay un gran favor que podéis hacerme”. El rey Arawn, sabiéndolo prisionero de la promesa, le dijo a Pwyll que en el plazo de un año habría de batirse en duelo en su lugar, contra un caballero que se había apropiado de tierras que le pertenecían. Como había dado su palabra, Pwyll aceptó. El rey le dijo que, entretanto, debían intercambiar sus identidades. Cada uno de ellos tomaría la apariencia y el lugar del otro hasta que se dirimiese el duelo. Aceptó también Pwyll esta extraña condición y se dispuso a tomar el puesto del rey Arawn, quien, tras la despedida, le alcanzó a galope un momento más tarde para advertirle de que el caballero con quien habría de batirse debía ser vencido de un solo golpe, pues si le daba el de gracia reviviría aún más fuerte. Al fin se separaron y cada uno se dirigió a la morada del otro. Así, tuvo que disponerse Pwyll a gobernar un reino que no era el suyo, con la ropa de Arawn y simulando ser él. Pero se presentó un problema; después de atender durante el primer día los asuntos de estado, al llegar a la alcoba esa noche, la esposa de Arawn, creyendo que era su rey, le invitó a tomarla en el lecho. Pwyll la halló seductora y hermosa, pero su compromiso era gobernar, no mancillar la honra del rey, de manera que rehusó a pesar de los ruegos de la reina. Así fue todas las noches durante el largo año comprometido, de modo que cuando llegó la hora del duelo, Pwyll sintió que llegaba su liberación. Se batió con el horrendo enemigo de Arawn, a quien rindió con el primer golpe. Caído en el suelo el enemigo, suplicó a Pwyll que lo rematase para dejar de sufrir. Compadecido, estuvo a punto de satisfacer el ruego, pero recordó a tiempo la advertencia del rey Arawn y no lo hizo. Al vencer en el duelo, recuperó para éste las propiedades que le habían robado, y entonces reapareció de súbito el rey, sonriendo con gran contento. Expresó a Pwyll su satisfacción y gratitud, y ya superado el compromiso, recuperaron sus verdaderas identidades. Ambos se sintieron satisfechos de la conducta del otro, pues los dos recibieron informes favorables de cómo habían sido gobernados los respectivos asuntos durante ese año. Mas cuando Arawn se reunió con su esposa esa noche, nostálgico de su calor la abrazó y la besó con mucha pasión, pero ella rehusó sus caricias. Al preguntar el rey por qué lo hacía, ella le respondió que correspondía así su frialdad, mantenida durante un largo y desconsolador año. De tal modo comprendió Arwn la extraordinaria prueba de lealtad que Pwyll le había dado y que por lo tanto no podía haber amigo mejor en el mundo. Desde entonces, Ambos mantuvieron la más estrecha y afectuosa de las intimidades hasta el fin de sus días.
Todos rieron muy complacidos. Fergus le dijo a Brigit:
-Ya sabes que si una noche te niego mis mimos, tal vez sea porque yo no soy yo.
Ahora, rieron a carcajadas.
Mas cuando llegaron al nementone, los siete sintieron inquietud, asombro mientras crecía en sus pechos la impresión de ser intrusos.











80
Descabalgaron tratando de que nadie notara que se sentían muy incómodos y sumamente inquietos por el cerco de miradas. Muchas personas habían ido saliendo de sus casas al escuchar que el bardo Hergest regresaba cantando, pero en cuanto veían al grupo se sumaban a un corro que fue creciendo muy rápido, y cuando Divea y los otros seis fueron a situarse en el círculo sagrado para la ceremonia de acogida, el corro era una multitud, sobre todo de mujeres y niños que les miraban como si pudieran traspasarles con los ojos. Asombrosamente, todas las mujeres en edad fértil estaban embarazadas.
El nementone era de una hermosura extraordinaria. En vez de las pesadas piedras que componían el de Partholon en Brocelandia, el del bosque de Tywi había sido construido imitando un primoroso cenador de jardín principesco. Las piedras del círculo formaban una especie de balaustrada, pues en vez de reposar directamente en la tierra lo hacían sobre cilindros de mármol muy trabajado, que descansaban incrustados en una losa circular semienterrada en la tierra. En el centro del gran espacio que abarcaba el nementone, el ara consistía en una muy gruesa y sólida columna con acanaladuras de estilo griego y de cuatro palmos de altura, alzada sobre una primorosa basa labrada con figuras de hojas y bayas de muérdago que, a su vez, se sostenía sobre una amplia plataforma circular de mármol blanco. El capitel de la columna, también profusamente decorado con muérdago, soportaba el amplio vuelo del ara propiamente dicho, una gran piedra circular semejante a una fuente, con una muesca en el borde para que la sangre fuese vertida. Ninguno de los siete había visto nunca nada tan hermoso.
Pero les abrumaba tanto el cerco de miradas, que no supieron qué hacer ni hacia donde dirigir sus ojos mientras cuatro sacerdotisas vestían al druida Llyfr con una riquísima túnica blanca de seda bordada con hilo de plata, sobre la que le colocaron una aparatosa capa de pieles de armiño.
A pesar de estar amenizado el acto con la música y las canciones del bardo, les pareció que el druida abreviaba el rito para dar paso en seguida a la festiva comilona, que habían dispuesto con celeridad pasmosa.
-Es asombroso –murmuró Dagda en el oído de Dydfil, el hijo del druida, que comía a su lado.
-¿El qué?
-Las prisas con que han preparado este banquete.
Dydfil miró alrededor, como si tratara de ubicar lo que sorprendía a la bella sacerdotisa.
-No han sido tantas las prisas –dijo volviendo los ojos hacia ella-. Todo estaba dispuesto desde esta mañana; en realidad, no es demasiado extraordinario en relación con lo que es habitual. Nuestras comidas nunca son demasiado distintas de ésta. La principal diferencia es lo mucho que han decorado las mesas con flores y muérdago, en vuestro homenaje.
-¿Lo teníais dispuesto desde esta mañana? –preguntó Dagda con icnredulidad-. ¿Sabíais que veníamos?
-Todo Gales sabe que habéis llegado. Se os vio varar en la playa, guardar el navío, desembarcar la carreta y los animales y encaminaros hacia aquí. De todo fuimos informados paso a paso y por eso acudimos a recibiros.
-¿Tan poderosos son vuestros adivinos?
-¿Adivinos? –Dydfil se echó a reír-. ¡Oh, no! Nos comunicamos a grandes distancias, de colina en colina y de monte en monte, transmitiéndonos códigos con un juego de espejos de plata, de manera que los mensajes circulan por toda nuestra tierra en pocos instantes.
-¿Cómo sabían vuestros informadores que éramos celtas?
-¿Es que supones que podéis ser confundidos con otra clase de gente?
De nuevo rió Dydfil, ahora a carcajadas. Dagda no sabía qué pensar. Parecía gente muy gozosa de vivir, sin preocupaciones, y sin embargo Partholon les había comentado que tanto en Anglia como en Gales se producían graves persecuciones contra los celtas, así como deserciones masivas. Aunque con algo de temor a incurrir en descortesía, Dagda le preguntó a Dydfil:
-¿Cuál crees que será la razón de que tu pueblo nos mire con tanta fijeza, sin dirigir sus ojos ni a tu padre ni al bardo, ni a ninguna otra cosa, ni siquiera lo que están comiendo?
El muchacho volvió a reír.
-No os miran. La miran.
-¿Qué quieres decir?
-Esa mujer que se sienta al lado del hombre que está junto a ti. Existen entre nosotros muchas consejas sobre los perjuicios y la mala suerte que causa el pelo rojo. A todos nos produce mucho desconcierto que debajo de una melena roja pueda haber una mujer tan seductora, que no parece sufrir ni avergonzarse por el color de su cabello.
Ahora fue Dagda quien se echó a reír.
-¿No hay en Gales nadie con el pelo cobrizo?
-¡Oh, no! Yo nunca había visto a nadie. Hay rumores…
-¿Qué quieres decir?
-Aseguran que si un padre tiene la mala suerte de ver nacer a un hijo con el pelo de ese color, lo entrega en seguida a la tierra en nombre de Gundestrun.
-¿Matan a sus hijos?
-No son sus hijos. Los consideran hijos del infierno. Como a Merlín.
-¿Al gran druida del rey Arturo lo consideráis hijo del infierno? –Dagda se mostró escandalizada.
Dydfil se encogió de hombros. Dejó de sonreír y su expresión se tornó sombría.
-Es un personaje galés que todavía, quinientos años después de su muerte y vencido por Morgana, sigue ocasionando muchas controversias en mi país. Hay celtas que lo veneran, pero son más los que abominan de él. Algunos dicen que no era verdaderamente celta, y por lo tanto usurpó la condición de druida, porque era hijo de una monja cristiana y un súcubo venido expresamente al mundo para engendrarlo. Pero quienes peor hablan de su memoria son los moradores de los cenobios cristianos, sobre todos los ocupados por mujeres. Merlín está tan vivo para el amor y el odio de la gente como hace quinientos años. Si no era hijo de un diablo con forma humana como dicen, desde luego tuvo que ser muy especial.
Dagda sentía algo de vértigo por unos comentarios tan negativos para un personaje que ella veneraba. Por cambiar de asunto, dijo:
-Veo que, al contrario de lo que nos habían dicho antes de venir, vosotros sois muy felices.
Dydfil miró ahora con perplejidad a Dagda.
-¿Crees que somos muy felices?
-Al menos, lo parecéis.
-Pues no te fíes tanto de las apariencias. Ya te contaré, porque creo que vamos a tener tiempo de hablar puesto que la futura druidesa desea visitar el venero de la juventud perpetua. Mañana conversaremos durante el viaje, ya que os acompañaré junto con otros trece guerreros del clan.





81
Partieron al amanecer, tras invocar Llyfr en su honor la protección de la madre Dana, Karnun y Ogmios.
A escasa distancia del nementone y el poblado, el camino abandonaba a medias lo más intrincado del bosque para bordear un río caudaloso, junto a cuya ribera emprendieron un camino que seguía la dirección contraria de la corriente.
Marchaban al frente siete guerreros, como si fuesen la vanguardia de un ejército en un país que aparentaba ser el más plácido y tranquilo de cuantos habían visitado. Seguían Divea y sus seis compañeros, todos a caballo, pues no necesitaban el carro ni su carga puesto que los siete habían cambiado ya las toscas vestimentas neutras con las que viajaban por las túnicas blancas, indispensables en cualquier ritual celta. Cerrando el cortejo, otros siete guerreros con el mismo despliegue de armamento y belicosidad de los de delante, aunque resultaba evidente que Dydfil forzaba su posición tanto como podía con objeto de emparejar su caballo con el de Dagda.
-¿Sabrá ese joven que ella es sacerdotisa, y que fue consagrada a la madre Dana? –preguntó Brigit a Divea.
-Supongo que no. Habrá que advertir a Dagda para que se lo aclare hoy mismo, porque él parece estar entusiasmándose y será peor cuanto más tiempo pase en la ignorancia.
Todos en el grupo habían notado el coqueteo del hijo del druida, que a cada paso les inquietaba más.
-Quizá tengamos que afrontar un problema, Fergus –dijo Fomoré- a causa de ese muchacho. No es cualquiera, sino el hijo de un druida que parece el más poderoso que hayamos conocido.
-Ya me he dado cuenta. Habrá que estudiar cómo resolverlo sin que peligre el favor que has de pedir al druida en relación con nuestras sospechas sobre Conall.
-Precisamente, éste puede ser el pretexto para solicitar al druida una conversación reservada.
-Tienes razón. Es muy buena idea.
Llegaron a media mañana. A primera vista, el paraje parecía igual a cualquier otro rincón del bosque; un matorral muy espeso ante una pequeña barrera de rocas negras cubiertas de musgo. Un recoveco particularmente umbrío, porque las espesas copas veraniegas de los robles, avellanos y saúcos apenas dejaban pasar reflejos muy filtrados y suaves de luz diurna. La característica más notable del lugar era que ascendía abundante vapor más allá del matorral y se oía el murmullo de una corriente de agua.
Descabalgaron cuatro de los guerreros que iban delante. Con asombro, vieron Divea y sus compañeros que apartaban el matorral como si abrieran una puerta, tirando hacia ellos de las finas ramas y enredaderas; lo sorprendente era que las plantas que formaban el matorral tenían aspecto de estar completamente vivas y que al jalar de ellas, se desplazaron junto con los cepellones de tierra llenos de raíces. En cuanto pasaron los veintiuno, los guerreros volvieron a desplazar plantas y bases de tierra, y dejaron todos de ver el camino por donde habían llegado. Lo que tenían ante sí era una hondonada por la que circulaba un venero impetuoso de agua envuelta en vapor, que emergía por el centro de la boca de una cueva.
-Hay que agacharse al entrar –dijo Dydfil-, pero se trata de un recorrido de sólo diez o doce pasos. En seguida podréis enderezaros.
Quedaron siete guerreros al cuidado de los caballos y los demás se dispusieron a entrar. Los mismos cuatro que habían franqueado el paso a través del matorral, encendieron grandes antorchas e iniciaron la marcha. Mientras recorrían el incómodo tramo inicial, encorvados y procurando no hundir los pies en el agua que discurría por un estrecho canal en el centro, escucharon que uno de ellos recitaba:
“Una corona real se posará en vuestra frente,
y a vuestro lado un arma mágica siempre tendréis.
Pues la Fuente de la Juventud os convertirá en soberano.”
Cubierto el primer tramo, salieron a una sala inmensa que las antorchas no llegaban a iluminar del todo a causa de su amplitud. Llena de estalagmitas y estactitas que formaban encajes muy bellos y figuras que sugerían toda clase de fantasías, la mayor parte de la superficie la ocupaba un lago de agua caliente, cuyo vapor dotaba al conjunto de un onírico aire de irrealidad.
-Aunque emerja tanto vapor, la temperatura del agua es deliciosa –les dijo Didfil muy bajo, como si temiera despertar a las ondinas propietarias del lago-. La sentiréis cálida como el baño más placentero. Habéis de sumergiros completamente, incluido el cabello, en tres ocasiones y ni una más. La primera inmersión, mientras invocáis el favor de Dana; la segunda, invocando a Bran y la tercera, pidiendo a Mercurio que ponga alas a la memoria vital de vuestros cuerpos.
-¿Tú no te bañas? –preguntó Dagda.
-Ya lo hice en su momento. Todos nosotros –Dydfil señaló a sus compañeros guerreros- tomamos nuestro baño hace tiempo. Los dioses prohíben repetirlo, salvo en el caso de que se encuentre uno en grave peligro de muerte por una herida o por enfermedad, lo cual es sumamente raro que le ocurra a quien se haya bañado aquí.
-¿Tu padre también lo ha hecho?
-Os maravillaría conocer los años que mi padre cuenta. Todos en nuestro clan disfrutamos los benéficos efectos de este lago de los dioses.
Los siete fueron entrando en el agua con la mente llena de preguntas. Todos hacían esfuerzos por no dudar de cuanto les habían dicho sobre las propiedades milagrosas de la fuente, pero habían visto ya lo suficiente a lo largo del viaje como para intuir que las fuentes mágicas y leyendas con sucesos sobrenaturales formaban parte del acervo cultural y las tradiciones particulares de cada clan, y no se correspondían nunca con realidades demasiado consistentes.
Pero tras la primera inmersión, sintieron los siete que algo raro sucedía en sus cuerpos. Fomoré se describió a sí mismo lo que notaba en las piernas como un hormigueo que removía su sangre y todos los resortes de su vitalidad, de manera que muchas de sus obsesiones de las últimas diez o quince lunas volvieron a convulsionarse. A veces, suspiraba con deseo de hablar de ellas con alguien más que Divea, porque ni siquiera a ella se lo había contado todo; pero se mantenía inalterable el temor a los reproches y el rechazo que sus confidencias podían ocasionar. Aquel joven que había quedado en la Armórica, Alban, hubiera sido un buen candidato a confidente, con quien descargar su conciencia y ser capaz de ver el porvenir con mayor claridad, y estaba seguro de que el joven gigantesco habría sabido comprenderle. Lamentó que, ahora, él no participase también en ese baño, que seguramente lo restablecería del todo de las heridas tremendas por las que lo había visto a punto de morir dos veces.
Era tanta su necesidad de reconciliarse con su pasado, que últimamente había sentido en varias ocasiones la tentación de sincerarse con Fergus. Lo miró. Retozaba gozosamente, sin parar de contemplar la sensualidad prodigiosa del cuerpo de Brigit.






82
Cuando regresaron esa tarde al nementone, encontraron que habían preparado una fastuosa fiesta en su honor. La más espectacular que habían presenciado y, sin duda, la más aparatosa que les hubieran ofrecido durante cualquiera de las etapas del viaje.
Todos los galeses del bosque se habían engalanado lujosamente y eran muchos los que lucían torques de plata y hasta de oro. El druida Llyfr llevaba sobre la túnica blanca el mayor pectoral de oro que ninguno de ellos hubiera contemplado jamás. En todas las cabezas había coronas muy coloristas de rosas arvensis, rododendros, ranúnculos y otras muchas flores de especies que nunca habían visto antes. Les resultó asombrosa la cantidad extraordinaria de muérdago colocado sobre la balaustrada del nementone y también sobre las mesas, dispuestas para la que habría de ser la comilona más exuberante de sus vidas.
Siete adolescentes les aguardaban con veintiuna coronas de flores. A los catorce guerreros se las dieron en mano, pero a Divea y sus seis compañeros se las colocaron ellos mismos muy obsequiosamente, entre sonrisas y reverencias. Daba la impresión de ser la gente más feliz que hubieran conocido jamás, lo que a Fomoré no dejaba de producirle la sensación de estar presenciando un artificio muy desconcertante. Nuadú le susurró al oído:
-¿Ni siquiera un homenaje tan hermoso como éste puede quitarte esa taciturna expresión del rostro?
Fomoré giró la cabeza hacia la sacerdotisa astur con curiosidad.
-¿Tan transparente resulto?
-De ninguna manera. Todo lo contrario. Dagda y yo venimos haciendo conjeturas sobre ti desde que te conocimos, y nos pareces impenetrable, de ningún modo transparente ni previsible. ¿Necesitas hablar de lo que te pesa en el pecho?
-Gracias por tu bondad. Pero, por ahora, no tengo mucho de lo que hablar –se apresuró a desviar el interés de la sacerdotisa hacia otros asuntos-. ¿No tienes la sensación de que esta gente no es verdaderamente tan feliz, sino que hace esfuerzos desesperados por parecerlo?
-¡Qué cosas se te ocurren! No había contemplado tanta placidez en mi vida. Imagina. Mi clan fue exterminado y mi bosque, quemado ante nuestros propios ojos. Y en todas partes hemos sabido de persecuciones y de mujeres celtas quemadas en hogueras. Aquí, todo es tan maravilloso…
Fomoré se dio cuenta de que si continuaba insistiendo en esa cuestión, iba a aguarle la fiesta a la inocente sacerdotisa. Intentó dejarse cautivar por la belleza del espectáculo que les estaban ofreciendo.
Habían colgado guirnaldas de flores entre todos los árboles que rodeaban el nementone, hasta formar una especie de telaraña florida, de cada uno de cuyos cruces pendía un manojo grande de muérdago. Los candiles eran tan numerosos, que apenas quedaban sombras. Adolescentes de ambos sexos servían las mesas pródigamente, con evidente afán de que nadie dejara sin saborear ninguno de los alimentos innumerables que habían cocinado a lo largo del día. Bastaba que Conall o Fergus, que gozaban de magnífico apetito, hubieran mordido apenas un muslo de cabrito, para que se lo arrebataran y les pusieran otra delicia en las manos. Había grandes amontonamientos de frutos del bosque ante cada comensal, grosellas, moras, fresas y endrinos entre otros muchos desconocidos para los siete. Los cuencos dispuestos para tomar cerveza eran vueltos a llenar tan pronto como se consumían.
Pero a pesar de tanta abundancia y aparatosidad, los naturales del bosque de Tywi no alzaban demasiado la voz. Extrañamente, la alegría era general y pródiga la celebración, pero lo disfrutaban con escasa euforia, sin voces ni escándalo. Por lo tanto, la voz del bardo Hergest sonó perfectamente audible cuando cantó sobre los sones de la lira:
“Un joven apacentaba su rebaño junto a un lago
en las incomparables Montañas Negras de Gales.
Un día vio a la más hermosa de las criaturas,
que atravesaba el lago en una barca toda de oro.
Se enamoró de súbito con todo su corazón
y le ofreció por ello el pan que llevaba en el zurrón.
Respondió ella que ese pan estaba demasiado duro.
Y por encantamiento, se disolvió en las aguas.
Al día siguiente, su madre le dio al joven enamorado
un trozo de masa sin cocer y él se la ofreció a la muchacha.
Pero ella se quejó de que estaba demasiado blanda
y de nuevo se esfumó en la profunda magia azul del lago.
Al tercer día, compadecida de su hijo, la madre le entregó
pan apetitoso y crujiente cocido para el más exigente paladar.
Y la muchacha lo aceptó, pero volvió a desaparecer.
Lamentaba el joven pastor su desgracia, cuando algo vio.
Surgían del lago tres figuras: un anciano con dos preciosas muchachas.
Éstas eran idénticas entre sí y el pastor no sabía a cuál mirar con amor.
El anciano le dijo que estaba dispuesto a entregarle a su hija,
si su corazón enamorado era capaz de acelerarse al reconocerla.
A punto de renunciar, desesperado, el pastor notó un ligero movimiento.
Una de las muchachas adelantó su hermosísimo pie,
con lo que el pastor fue capaz de identificar su chinela.
De tal modo ingenioso, mereció y consiguió su mano.
Y como el padre era generoso, entregó a su hija una rica dote.
Así, vivieron felices en las Montañas Negras de Gales.
Los siete visitantes aplaudieron con entusiasmo, mientras que los anfitriones no celebraron el poema. Nada cambió en sus expresiones.
A pesar del despliegue de alimentos, música y color, Fomoré no olvidaba que tenía que estar pendiente, por si se producía la ocasión de hablar con Llyfr sobre Conall. En un momento de gran jolgorio, notó que Fergus le hacía señas con los ojos, indicándole que en ese momento no se encontraba junto al druida ninguno de los miembros del grupo. Divea, que tendría que recibir esa noche el conocimiento que había ido a buscar en Gales, se hallaba muy ensimismada, sin prestar atención apenas a los alimentos que colocaban ante ella. Brigit no se apartaba de Fergus si nada le obligaba a ello. Conall, sin confraternizar con nadie, permanecía como siempre muy atento al desarrollo del ceremonial y, sobre todo, a las notas de la lira.
Decidió Fomoré, por tanto, acercarse a Llyfr entre sonrisas, simulando saludarle tan sólo. Pero después de la reverencia, le dijo muy bajo:
-Señor, querría hablar con vos en privado de dos asuntos, antes de que nos dispongamos a partir mañana, con tiempo suficiente de que podáis hacerme un favor muy importante si es que vuestra bondad os permite concedérmelo.
El druida examinó el rostro de Fomoré. Un hombre poseedor de un aspecto físico excepcional y de atractivo muy sobresaliente que, sin embargo, parecía sentirse muy triste por una antigua pena enquistada.
-Trataré de complacerte si está en mi mano. Acabada la comida, me acompañarás a mi casa para ayudarme a vestir las galas que usaré para la lección sagrada que he de dar a tu futura druidesa. Será la ocasión para hablar de eso que deseas.

83
El interior de la morada del druida no se parecía ni remotamente a nada que Fomoré hubiera visto antes. Había logrado que Llyfr aceptase también la presencia de Fergus, quien tuvo que recurrir a la simulación de necesidades privadas para poder separarse de Brigit. El gálata mostró el mismo estupor que Fomoré. Aunque por fuera parecía una cabaña sólo un poco más ostentosa que las demás, dentro resultaba asombrosa por los riquísimos muebles dorados, los cortinajes de tejidos brocados de oriente, las alfombras de lana teñida de varios colores y las grandes mesas situadas en el centro, rebosantes de probetas e incontables vasijas de vidrio con líquidos de todos los colores. Había velones inmensos, candiles y un fuego central, y tanta luz en conjunto, que les hería los ojos, y el único punto en tinieblas era un enorme boquete practicado en uno de los ángulos, en el que vislumbraron una escalera descendente hacia el fondo de la tierra. Las paredes, exteriormente de troncos, tenían en el interior recubrimiento de argamasa pintada de blanco, mediante algún artificio que ni el gálata ni Fomoré consiguieron identificar. Ni siquiera eran capaces de imaginar la procedencia de la materia que había servido para pintarlas ni si, tal vez, se trataría de un prodigio operado por un druida que parecía capaz de crear riqueza con sus manos.
¿Dispondría Llyfr de ese objeto del que hablaban en voz baja los celtas de todo el continente? Eran muchas las leyendas que mencionaban la piedra filosofal como algo perfectamente real, que muchos druidas habían poseído a lo largo de la historia. Pero aunque la llamasen “piedra” todos sabían que lo que permitía convertir cualquier metal vulgar en oro era algo más, un sistema, un procedimiento, un conocimiento hermético, un arcano al que los dioses habían permitido acceder a muy pocos mortales. Llyfr debía de ser uno de ellos.
Tanto a Fergus como a Fomoré les resultaba imposible imaginar otra explicación para la opulencia del druida y su clan. Mientras lo desvestían en tanto que él permanecía inmóvil, como si se tratase de un poderoso rey, Llyfr preguntó:
-¿Cuáles son esos asuntos de los que deseas hablarme?
Fomoré miró a los ojos de Fergus para buscar su complicidad. Dijo al cabo:
-Señor, nos inquieta un hecho que hemos venido observando ayer y durante todo el día de hoy. Vuestro inteligente y apuesto hijo muestra gran entusiasmo por una de nuestras compañeras…
-Sí, ya me lo ha dicho.
-Pero existe una gravísima dificultad, señor –dijo Fergus.
-Así es, señor –abundó Fomoré-. Dagda fue consagrada de niña a la madre Dana, y lleva ejerciendo desde entonces como su sacerdotisa más fiel.
-Oh, ¿de veras? –el druida no se mostraba muy impresionado-. ¿Y cuál es el problema?
-Su virginidad intocable, señor –respondió Fergus.
Llyfr soltó una carcajada antes de comentar:
-Bien, este asunto hemos de dirimirlo mañana de madrugada, en el momento de vuestra partida. ¿Cuál es el otro?
Estupefacto por la desconcertante actitud del druida, Fomoré tardó en responder:
-Nuestro compañero Conall, quien ha solicitado arcanos a vuestro bardo Hergest.
-Ya me he dado cuenta –dijo Llyfr.
-¡Ah! ¿Sí? –se asombraron al unísono Fergus y Fomoré.
-Es un joven que vive la zozobra de estar prisionero de sus propias contradicciones. Hay que mantenerlo estrechamente vigilado.
-¿Nada más? –el tono de Fergus contenía cierto reproche.
-Nadie es asesino hasta que no mata –dijo el druida-. Veo que vuestra preocupación es por lo que pudiera decidir hacer en vuestro perjuicio, en el futuro. Pero que exista la posibilidad de que os perjudique no significa que lo haya hecho, ¿verdad?
Tanto Fomoré como Fergus se sentían escandalizados. En el fondo, Llyfr les parecía un frívolo.
-Nuestros presagios sobre sus intenciones son terribles, señor –dijo Fomoré.
-Pero tú, precisamente tú, sabes perfectamente que los presagios son avisos de los dioses, no advertencias. Tú, precisamente tú, conoces con exactitud la diferencia entre aviso y advertencia, ¿verdad?
-¿Qué queréis decir, señor? –Fomoré sintió que estaba a punto de ruborizarse.
Mientras le ajustaban entre los dos la pesada túnica aparatosamente bordada de oro, perlas y gemas, notaron que miraba a los ojos de Fomoré como si tratase de penetrar en su pecho.
-¿Quién eres tú, Fomoré?
Éste bajó la mirada. Temblaba ligeramente al responder:
-Soy quien no quiero ser, señor.
Fergus observó con extrañeza la reacción del druida ante tan enigmática declaración, pues Llyfr sonrió, asintiendo casi imperceptiblemente.

sábado, 3 de enero de 2009

EL OCASO DE LOS DRUIDAS. Final del tercer libro.


Las aventuras peligrosas de los peregrinos se multiplican y comienzan a notar que los celtas están siendo exterminados por toda Europa. Publico hoy los capítulos 72, 73, 74, 75, 76 y 77. Mañana, comenzaré el cuarto libro que se llama “entre galeses e hibernenses”
La desvergonzada editora estafadora, sigue sin dar la cara.
LA SEMANA PRÓXIMA, podréis leer lo mejor de mi obra en mi web:
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A doiario, gratis, las cuatro novelas por las que me ha estafado la editorial, en todos mis blogs. Una vez terminada El ocaso de los druidas, empezaré a entregaros “Oro entre brumas”:
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y otros cinco, donde ya podéis leer enteras las noveas La desbandá y Los pergaminos cátaros, completamente gratis.

72
El ardid lo pusieron en práctica en seguida que Fomoré y Fergus bajaron del árbol. Bastó un breve diálogo para que todos asintieran sin más renuencia que un gesto de escepticismo en el rostro de Conall.
Amarraron los caballos entre sí y al carro, y los abandonaron sin preocupación ni mayor cuidado. Una clase rara y muy inquietante de corazonada les hizo alcanzar el convencimiento total de que los animales no escaparían y nadie llegaría con intención de robarles la carga del carro.
Como ninguna de las cuerdas que abrazaban los bultos era lo bastante larga, tuvieron que empalmar varias hasta conseguir formar entre los siete una fila que medía más de cien pasos. Y en el mismo instante que se hubieron desplegado, fue como si un dios bromista recompusiera todas las zonas y elementos del bosque que podían contemplar, pues cuando ya se habían distanciado entre sí y estaban alineados a lo largo del camino, ocurrió como si la espesura fuese un ser vivo dotado de inteligencia. La altísima y densa maleza se achaparró, los árboles se apresuraron a cambiar de lugar y la inclinación de sus troncos, los bejucos se desenmarañaron, las brumas que habían pesado sobre las cabezas de los siete se volvieron más tenues y los perfumes que fluían en oleadas hipnóticas se atenuaron.
El lago se desveló de repente, accesible y espléndido, con sus orillas cubiertas de flores en abundancia desconocida, con sus colores vibrantes y el brillo celeste reflejado en el espejo del agua, que hacía parecer por contraste que todas las sombras del mundo se concentraran en el peñasco negro emergido en medio.
Se acercaron lentamente a la orilla, sobrecogidos por la belleza sobrenatural, la inminencia del encuentro que tanto esperaban y el miedo que no podían evitar sentir. Se trataba de un paisaje tan deslumbrante, que no parecía real.
-Es mucha la distancia que nos separa de la isla –lamentó Conall-. ¿Cómo vamos a cruzar?
-Tendremos que procurarnos una balsa –dijo Fergus.
-Eso nos llevaría demasiado tiempo –discrepó Divea-. Para construir una balsa lo bastante sólida como para que nos sostenga con seguridad a los siete, habría que trabajar varios días y cortar árboles que no tenemos ningún derecho a matar.
-Creo que va a mandar por nosotros –dijo Brigit.
-¿Lo crees o estás segura? –preguntó Divea.
Forzada por las circunstancias, la sibila agoraba cada vez más abiertamente, y nadie mostraba extrañeza ni rechazo.
-No lo sé –la expresión de Brigit denotaba sus titubeos-. Me llegan en oleadas sensaciones demasiado contradictorias. Me parece que ella está perpleja, porque hace muchísimos años que nadie conseguía superar las barreras, y muy pocos habían llegado hasta ahora a ver personalmente este lago. Hemos llamado su atención y le producimos mucha curiosidad, pero no por eso deja de sentir rabia y un rencor ácido contra todos nosotros. Nos ve como invasores intolerables. Mas a pesar de todo, en buena medida representamos para ella un reto que le divierte.
-Habrá que usar el ingenio –sugirió Divea.
-¡Mirad! –alertó Dagda-. Vienen a buscarnos.
Llegaba despacio, pero el barquero remaba con dirección al punto donde ellos esperaban sin ninguna duda. Antes de estar lo bastante cerca para ver su rostro, les alcanzó una nueva oleada de aromas. Algo, tal vez un pebetero, ardía en la barca esparciendo un humo casi blanco que diseminaba perfumes variados con una intensidad mayor que las flores alucinantes del bosque. Divea tomó una determinación, pero trató de no pensar en ella ni decírselo a los demás, por si la poderosa Morgana era capaz de escucharles.
Llegado a la orilla justo donde esperaban, el barquero se dio la vuelta y pudieron ver su rostro. En realidad, su ausencia de rostro. Era un hombre, sin duda, pero algo, un ácido tal vez, había borrado y cauterizado todos los rasgos a excepción de una abertura donde debía encontrarse la boca. Bajo el manto oscuro que le cubría, cuanto podían ver de de la cara era una masa informe de cicatrices horrendas. Aparentaba no tener ojos y que, por lo tanto, no podía verles y, sin embargo, había girado la cabeza hacia ellos. Su voz sonó como un graznido:
-Veo que anheláis con fervor llegar al reino de Mordred. Decidme; ¿por qué habría de llevaros yo?
No esperaban la pregunta ni conocían el nombre de Mordred. Divea sintió el impulso de discrepar, diciéndole que en modo alguno deseaban llegar a tal reino, pues donde pretendían ir era al de Morgana. Pero comprendió a tiempo que no era ésa la respuesta que el barquero debía recibir. ¿Pero cuál era?
Se estrujó los sesos unos instantes. Por suerte, los otro seis callaban a la espera de sus palabras, pues presentían que una frase indebida o algo demasiado desviado de la respuesta-talismán les privaría del privilegio de viajar en la barca. Con un hombre verdaderamente sin rostro no había lisonjas que pudieran valer. La futura druidesa sospechaba que una frase que reflejase sometimiento a él o a su ama tampoco valdría. Ni otra que fuese demasiado arrogante o presuntuosa. ¿Qué podía responder que mantuviera a flote la dignidad de visitantes y anfitriona, y que no pudiera causar enojo? Se le ocurrió a cruzar su mirada con la de Brigit:
-Habrías de llevarnos porque el poder de un rey se demuestra en su generosidad más que en las batallas. Venimos de un país muy lejano y merecemos la hospitalidad de un rey magnánimo.
-Subid, pero no me llenéis la cabeza de palabras, o confundiré la ruta.
Aceptaron la invitación al instante, como si temieran que pudiera desdecirse. En cuanto estuvieron todos a bordo y la barca comenzó la travesía, Divea puso en práctica la determinación adoptada cuando sintió los aromas al acercarse el barquero. Cogió el rico pebetero de metal dorado y lo echó al agua. Esperaba que eso les ayudase a conservar la plenitud de sus sentidos, confiando que el barquero no pudiera darse cuenta al carecer de nariz que percibiera el perfume.
-Si la druidesa Morgana tiene quinientos años –susurró Nuadú al oído de Divea-, ¿cuál será su aspecto?
-Suponiendo que se trata de un privilegio otorgado por la diosa, su aspecto sería el mismo que cuando se lo concedió. Dicen que Morgana es muy bella.
-Pero es imposible que haya vivido cinco siglos –discrepó Fergus.
Hablaban en murmullos para no llenar la cabeza del barquero de palabras.
-Los cristianos –comentó Conall- creen que muchos héroes de su pasado, que ellos llaman patriarcas, vivieron más de novecientos años.
-Sí –afirmó Divea-. Según Galaaz, en todas las tradiciones del mundo hay leyendas sobre vidas de duración imposible. Yo considero que también es imposible que Morgana haya vivido quinientos años, pero sin embargo, creo que existe. Es una certeza que no puedo explicar.
-Existe, y tratará de impedirnos abandonar su isla –dijo Brigit con tono rasgado.






73
Si negro era el peñasco visto desde la orilla del lago, al acercarse parecía un pozo sin fondo, una especie de agujero profundamente negro que se precipitara hacia los mundos tenebrosos de las profundidades infernales. Daba la impresión hasta de que absorbiese la luz, pues ninguna de las aristas y relieves reflejaba la menor luminosidad, ni la del espejo del agua ni la del resplandor del cielo.
El barquero sin rostro saltó a tierra y amarró la barca a un noray de cristal, apenas distinguible en el profundo negro general del atracadero.
-Éste es el reino de Mordred –dijo, señalando un punto del negro insondable que tenían enfrente, igual que una ensoñación terrorífica.
-¿Y qué debemos hacer? –preguntó Divea.
-Entrar –respondió lacónicamente el barquero.
Aunque no era capaz de distinguir diferencia ni matiz alguno en la negritud envolvente, Divea dio un resuelto paso en la dirección que el hombre sin rostro señalaba. Los demás la imitaron. Un segundo paso les proporcionó la sensación de que en la negrura hubiera un punto algo menos oscuro. Al tercer paso, pudieron distinguir el umbral. No era más que un ligerísimo matiz de negro, pero se trataba de la silueta de un arco bien perfilada. En cuanto se convenció de que era una puerta, Divea avanzó hacia ella y ya sí consiguió ver que dentro, aunque muy lejos, había luz y una escalera descendente.
Todos echaron a andar tras ella y al instante, descubrieron con un sentimiento de horror más allá del umbral a otros hombres sin rostro, sustituida la cara por cicatrices tan horrendas como las del barquero, que los mantos con que se cubrían la cabeza ocultaban tan sólo a medias. No había a la vista ningún hombre que poseyera su fisonomía normal y se notaba por las cicatrices, tan abundantes y tan distintas en cada caso, que su monstruosidad era provocada y no producto de la Naturaleza. Superadas las dudas porque no veían qué otra cosa podían hacer, comenzaron a descender la ancha escalera de caracol. De peldaño en peldaño, la luz aumentaba un poco. A la segunda revuelta completa, la iluminación procedente de abajo les permitía ver con claridad las características de la construcción y los hombres apoyados en la pared circular cada tres escalones. Llegados a una estancia, Fomoré murmuró:
-Hemos bajado cuarenta y nueve peldaños. Siete veces siete. No lo olvidéis.
La sala donde se encontraban era un espacio amplio y desnudo, sin muebles ni decoración sobre las paredes, el suelo ni el techo, todo construido a base de sillares de piedra muy bien cortada y exactamente iguales. Alineados junto a las cuatro paredes, casi hombro con hombro, más hombres sin rostro.
-Debéis acercaros más –ordenó una voz femenina.
Más que una voz solamente, sonó igual que un coro con varios registros. Como si recibieran una orden, se retiraron dos de los hombres de un punto de la pared del fondo y vieron los siete que más allá había una puerta que dejaba vislumbrar una luz muy intensa al fondo de un largo pasillo. Echaron a andar por él y cuando salieron a un salón enorme y muy fuertemente iluminado, Fomoré murmuró:
-Cuarenta y nueve pasos, siete veces siete. No lo olvidéis.
Resultaba difícil aceptar que se encontraran bajo tierra. Más bien, bajo el agua, porque la distancia recorrida desde el pie de la escalera era muy superior a la anchura perceptible en el exterior del islote. Por lo tanto, la sala inmensa a donde habían llegado tenía que haber sido excavada en el fondo del lago. Había varias mujeres en torno a una especie de templete central; mujeres de varias edades, pero todas ricamente ataviadas y hermosas. Por contraste, los hombres sin rostro alineados junto a las paredes resultaban tétricos y no sólo por su carencia de facciones; también la ropa y el conjunto de sus figuras parecían el envés de una realidad donde la cara luminosa la componían las mujeres y sus atuendos. Nadie prestó atención a los recién llegados.
Al acercarse al templete, descubrieron en el centro algo estremecedor. Las siete columnas, de un hermoso alabastro traslúcido, sostenían un domo revestido en su interior de conchas de nácar. El conjunto había sido construido en torno a un monolito de piedra gris apenas desbastada, muy semejante a los miles que habían visto en el país de las piedras clavadas. En el pináculo del monolito, se alzaba un trono de jade profusamente labrado con toda clase de símbolos celtas; espirales, madejas en cruces gamadas, círculos y ondas, estrellas triespirales y flores de siete pétalos junto a muchas figuras de animales y personas. Alrededor, a los pies del fastuoso sillón, una gruesa guirnalda natural confeccionada con muérdago, nanúnculos, rosas arvensis y rododendros. Sentado en el trono, el esqueleto de un hombre del que sólo podían ver la calavera pues, a excepción de donde una vez hubiera un rostro, la totalidad del cuerpo estaba revestida de una armadura de oro bruñido. El yelmo, también de oro, tenía incrustaciones de perlas y piedras preciosas en la visera levantada, y se remataba con un voluminoso airón de plumas rojas que caía en cascada sobre el hombro izquierdo.
-¿Por qué venís a interrumpir nuestros quehaceres?
Era el mismo sonido que les había ordenado acercarse cuando aún se encontraban en la estancia anterior. Una combinación de tres voces hablando en perfecta sincronía, sin la menor disonancia.
Oírlas les hizo reparar en que había tres mujeres sentadas delante del monolito; hasta ese instante habían permanecido medio ocultas por las numerosas cortesanas que las rodeaban, las cuales fueron abriendo un claro. Ocupaban tres sillones iguales de alabastro muy decorado, situados a igual altura e iguales en importancia y lujo. La del centro tendría unos sesenta años; a su derecha, otra que contaría entre treinta y cuarenta y a su izquierda, una muchacha aproximadamente de la edad de Divea. Las tres eran hermosas y sus rasgos hacían suponer que pudieran ser abuela, madre e hija. Sus vestimentas parecían demasiado anticuadas, pero eran riquísimas; ninguno de los siete había contemplado jamás, juntas, tantas alhajas, brocados y recamados de plata y gemas. La profusión de oro, perlas, rubíes y topacios producía la impresión de que no podrían moverse apenas, paralizadas por el peso.
Divea extrajo el disco grande de piedra de Galaaz y el pequeño de jade, regalo de Partholon, y situó ambos ante su pecho.
-Mi nombre es Divea y vengo de Hispania, en mi viaje de iniciación, pues se me ha exigido que alcance la consagración de druidesa para el gobierno y el amparo de mi clan; también he recibido el mandato de llevarles noticias de los clanes de Galia, Anglia e Hibernia. Éste es Conall, que también viaja en busca del saber, la música y la poesía para su iniciación de bardo. Los otros cinco son acompañantes que han llegada hasta aquí por amistad y afecto, movidos por el deseo de protegernos.
-¿Y cómo tienes el descaro de turbar nuestra paz?
Era un reproche, pero no detectaron enojo en las tres voces. Divea tocó los tres objetos de identificación, que tenía dispuestos para mostrárselos a la druidesa en cuanto la llevasen a su presencia. Respondió:
-Se me ha ordenado que contemple y me bañe en la luz inmensa e incomparable del saber de Morgana, la druidesa más sabia de toda la historia celta.
Las tres mujeres callaron, con expresión indescifrable. A los siete les dio la impresión de que Divea se había expresado de un modo que ellas no esperaban.
-¿Tendréis la bondad de decirme dónde puedo hallar a Morgana?
-Éste es el reino de Mordred –afirmaron las tres mujeres, hurañas pero no iracundas.
A Fomoré se le iluminó la memoria de repente. Hasta ese momento, a pesar de asaltarle muchas veces un vago recuerdo inaprensible, no había sido capaz de recordar a quién pertenecía el nombre pronunciado por el barquero. Pero su mente rasgó el velo de pronto, como un rayo. Situado a espaldas de Divea, muy cerca puesto que los siete permanecían apiñados, susurró a su oído:
-Mordred es el hijo incestuoso que Morgana parió, preñada por su hermano Arturo, que lo repudió horrorizado al descubrir que lo habían embrujado por el influjo de un elixir, gracias a cuyo efecto había yacido con su propia hermana. El muchacho murió en una batalla. Tiene que ser ése de ahí.
Señalón con el mentón el esqueleto vestido con coraza de oro, que Divea contempló ahora con una mirada nueva. Continuó Formoré murmurando a su oído:
-Te recuerdo que Arturo fue un rey celta, protegido del gran druida Merlín, que, sin embargo, y sin dejar de ser celta y aun respetando todos los signos, conocimientos y símbolos de nuestra cultura, renegó de nuestros dioses. En el nementone de su reino, que él y sus camaradas llamaban “tabla redonda”, organizó una expedición de caballeros para ir en busca de un objeto mítico del dios de los cristianos. Objeto que jamás hallaron. Arturo fue muy desgraciado como castigo a su apostasía y, sobre todo, a sus dudas e incoherencia. Desesperado por el horror de haber preñado a su hermana, tampoco fue capaz de hacer feliz a la mujer que amaba, Ginebra, que le traicionó con el mejor de sus amigos, Lanzarote, el paladín que más amaba Arturo. Merlín, un druida galés con gravísimas responsabilidades, continuó sin embargo amando y sirviendo a su rey a pesar del furor de Dana, Lugh y todos nuestros dioses. Por lo tanto, la única de esa familia que siempre permaneció fiel a sí misma y a su cultura fue Morgana.
Aunque creía que las tres mujeres no podían oírle, Fomoré notó que sonreían. Entonces, Divea cayó en la cuenta de que no habían hecho ni dicho nada mientras él le susurraba esa historia, como si aguardasen el final. Aún callaron durante una pausa prolongada en que el silencio paralizó la escena. Todas las cortesanas se quedaron inmóviles y los escalofriantes hombres a quienes les habían robado el rostro parecían haberse convertido en estatuas. Mientras, las dos más jóvenes de las tres miraban muy apreciativamente a Fomoré, sobre todo la que parecía tener la edad de Divea, que se relamió los labios sin disimulo.
-Lástima que un hombre tan prodigiosamente hermoso y tan sabio haya de perder su identidad –dijeron las tres-, aunque su semilla nos convendrá.
Brigit y Divea comprendieron al instante lo que esa frase significaba. Miraron horrorizadas alrededor, hacia las paredes donde se apoyaban los hombres sin rostro.

74
Un poco después que Brigit y Divea, los tres hombres cayeron también en la cuenta del significado de la espantosa frase. Desde que abordaron la barca, no habían visto a ningún varón que conservase los rasgos de su rostro, y eso no podía tener otra explicación que un mandato ex profeso de la poderosa y terrible mujer que gobernaba el reino, Morgana, que plasmaba de ese modo alguna clase de rencor o fobia hacia los hombres. La venganza más cruel y más carente de sentido que cualquiera de ellos hubiera oído mencionar jamás. Pero ¿dónde estaría esa druidesa eterna? Permanecía oculta sin duda, observándoles, acechándoles. Era inimaginable el alcance de sus propósitos sobre los siete, independientemente del terrible designio que revelaba la declaración de las tres mujeres sobre el destino de Fomoré. La enorme sala no mostraba más salida que el largo pasillo por donde habían entrado. Ni ventanas que pudieran dar a otras estancias ni troneras para que entrase el aire. Tampoco consiguieron imaginar de dónde procedía la luz a tanta profundidad, puesto que no había hogueras ni antorchas. El método de vigilancia de Morgana no podían imaginarlo, puesto que la sala parecía haber sido vaciada en la roca viva.
Comprendieron simultáneamente que la enorme estancia era una ratonera de la que no saldrían jamás. Aún consciente de esa realidad tan innegable, Divea decidió no conformarse. Los cuatro druidas habían insistido mucho en que tenía que desarrollar y utilizar su ingenio; a pesar de que no creía que el suyo fuera sobresaliente, procuró tratar de servirse de él.
-Veo que sois tres y una sola- aventuró.
Realmente, aunque la había pronunciado ella misma, no creía que la frase tuviera mucho sentido, pero sin embargo, a los rostros de las tres mujeres afloró un levísimo gesto de sorpresa. Parecieron inspirar al unísono, como si tuvieran que digerir una novedad fuera de todo pronóstico.
-¿Conoces la historia de la princesa Joanna? –preguntaron.
Divea meditó un instante y respondió:
-Creo que sí, pero no me parece que sea una historia. Creo que es una leyenda que cuentan los celtas galeses.
-Así es. La cuentan los galeses, paisanos de algunos de nuestros antepasados, pero no es una leyenda. Es una historia real.
-La sabiduría que demostráis –dijo Divea, intentando no parecer lisonjera-, hace que dude de mi propia memoria, pero aunque creo en el poder imbatible de los dioses, me cuesta imaginar que a Joanna le pasara en realidad lo que cuentan. Porque si esa princesa que, por discrepar del destino que su padre, el rey, le asignaba, huyó al gran bosque cercano, hubiera tropezado con tan graves peligros, no habría conseguido vencer a la reina del bosque.
-¿Recuerdas cuáles eran los peligros?
-Sí –afirmó Divea después de un ligero recuento de su memoria-. Eran tres. Pero me parece que, en el fondo, eran uno solo: la determinación de la reina de que no rescatase a su amor sino todo lo contrario, que la princesa se convirtiera también en su prisionera.
-Dices bien. ¿Cómo te llamas, aprendiza de druidesa?
-Divea.
-Quien así te denominó, conocía muy a fondo el panteón de dioses, ninfas y espíritus celtas. Nuestra memoria es flaca, Divea. Relátanos la historia de Joanna con todos sus detalles.
Divea se aclaró la voz para darse tiempo de rememorar la leyenda que, en forma de canción, había escuchado varias veces de labios del bardo Tito. Cuando consideró que recordaba los detalles principales, relató:
-Joanna era la más hermosa de las princesas y vivía en un castillo a la orilla de un gran bosque que tenía fama de ser muy peligroso. Para protegerla, su padre, el rey, la sometía a un encierro severo donde ella se sentía prisionera. Un día descubrió una tronera en la cerca del palacio y huyó deprisa, procurando que los guardianes del rey no pudieran perseguirla. Para que no la encontrasen, desechó el campo abierto y se refugió en el bosque. Corrió durante muchas horas hasta que el cansancio la obligó a echarse en uno de los prados más hermosos que había contemplado jamás, iluminado por un dorado rayo de sol que se colaba entre las densas copas de los árboles. Recostada sobre la hierba, arrancó unas pocas de las bellísimas flores que crecían alrededor y en ese instante oyó un ruido que le produjo miedo. Un apuesto joven se deslizó por el tronco de un árbol cercano y le dijo: “Milady, siento tener que exigiros que abandonéis ahora mismo este lugar”. Ella, altanera, repuso que era la hija del rey y no aceptaba órdenes de nadie. Él arguyó que el poder del rey no alcanzaba al bosque; él servía a un hada que sí que era la verdadera reina del lugar y él tenía el mandato de expulsar a los intrusos. “Mi nombre es Tam, y estoy obligado a apresaros por vuestra osadía, pero no lo haré. Sólo os acompañaré hasta la linde del bosque para que salgáis sin tropiezos” Ella agradeció el favor y le propuso que la visitase en palacio, para que su padre le premiase. “Es imposible, milady; yo estoy condenado y sólo un milagro podría darme la libertad”. Joanna se había prendado de la belleza del joven y por ello rogó; “Decidme cómo podría liberaros”. “Es imposible, milady; de niño, invadí este bosque por mi mala cabeza y fui hecho prisionero como podría apresaros yo ahora. Me criaron los servidores de la reina y estoy sometido a un embrujo que me haría morir si saliera del bosque. Pero existe un medio de encontrar la libertad gracias al amor de una dama, si ella fuese lo bastante valerosa y consiguiera superar los tres horrores, que son el horror del poder demoníaco de la reina del bosque”. “¿Qué habría de hacer esa dama?”. “En primer lugar, amarme sobre todas las cosas”. Joanna halló que Tam era tan hermoso, que nunca sería capaz de amar a otro y, por ello, respondió: “Confiad en mi corazón, Tam”. “Lo haré, milady –repuso Tam con una sonrisa-. Pronto caerá la noche y la reina saldrá a recorrer su reino hasta el amanecer, cuando celebrará el solsticio. Vos debéis acechar con mucha atención, para que no os confundan las visiones; ella pasará rodeada del boato de sus cortesanos; a continuación, marcharán los monstruos indescriptibles de su guardia; por último, marcharemos los prisioneros sometidos a su voluntad. Yo cabalgaré al frente de éstos. Me reconoceréis por esa cinta vuestra, que ruego que me obsequiéis y que me anudaré en torno a la frente. Si vuestra valerosidad es tan grande como decís, tendréis que atreveros a tomar las riendas de mi caballo para que, frenando en seco, me haga volar hacia el suelo. Para que surta efecto, debo caer entre vuestros brazos y, sin soltarme ni apartarme ni apartaros de mí, vos debéis resistir sin desmayo los tres horrores que os asaltarán. Mientras tanto, no podréis gritar, ni siquiera despegar vuestros labios. ¿Estáis dispuesta?”. Joanna asintió. “Bien –dijo Tam con una triste sonrisa no muy esperanzada-. Ahora oigo ya la voz de mi reina que me reclama y me obliga a sumarme a su horrendo cortejo. Vos tendréis que ocultaros tras aquellas zarzas, y aguardar”. Mas Joanna sentía gran cansancio y casi se adormeció por el tedio de la espera, aunque, por fortuna, fue despertada por un ruido semejante al de la hojarasca arrastrada por la tormenta. Vio llegar una figura deslumbrante, que resaltaba a pesar de la oscuridad. Era la reina del bosque, con sus ojos refulgiendo como los de un gato. Iba escoltada por un grupo muy numeroso de gente vestida con ropajes brillantes, aunque no tanto como los suyos, todos a caballo, cuyos cascos no producían ni el más leve sonido. Pasaron de largo y pareció que todo había terminado, pero entonces vio llegar un segundo cortejo, compuesto de seres con formas muy diversas pero todos recubiertos de pesadas armaduras. Lo terrorífico era que brotaban fantasmales y brillantísimas luces verdes de sus ojos. Portaban la mayor y más terrible colección de armas que había visto jamás, cuyo brillo espectral producía escalofríos. Pasaron de largo y de nuevo se produjo un silencio total en la oscuridad más densa que podía imaginarse. Joanna consideró que ahora sí que todo había terminado. Sin embargo, poco a poco comenzó a oír un rumor de cabalgada y por lo tanto le pareció que ahora sí que se trataba de seres de carne y hueso. Surgió para sus ojos el cortejo; todos los hombres iban con el rostro descubierto y vio en seguida, al frente, a Tam con su cinta anudada en torno a la cabeza. Él no la miró ni pareció capaz de notar su presencia, pero ella se acercó al caballo de un salto y, consumada caballista al fin, le hizo frenar en seco. Tal como él le había dicho, el parón repentino hizo volar al jinete, que cayó entre sus brazos. Él era como un muñeco sin vida y, a pesar de ello, notaba en el fondo de sus ojos una chispa de reconocimiento. En ese instante, comenzó a soplar un viento terrible que los zarandeó a los dos, entre truenos y relámpagos. Entre una nube alborotada de hojarasca, paja y arena, apareció la reina en su caballo riendo como el peor de los horrores. Mas ni el viento ni el temor a la reina consiguieron que Joanna soltara el cuerpo de Tam. El viento cesó y cuando la princesa creyó que el horror había acabado, se dio cuenta de que Tam había desaparecido y lo que abrazaba era un monstruo viscoso, a medias serpiente y a medias, lagarto. Sintió repugnancia mortal, pero tampoco eso bastó para que aflojase. En el momento que su mente le dijo que nada de lo que veía era verdad y que sus brazos continuaban abrazando a Tam, el monstruo se esfumó, apareciendo en su lugar un trozo de lava volcánica ardiendo, una especie de gigantesco carbón encendido que abrasaba su piel. Sintió ganas de gritar y apartarse de un salto, pero su mente fue más poderosa y aguantó el urente contacto del ascua. Sin embargo, se echó a llorar a causa del dolor y sus lágrimas brotaron tan copiosas que, cayendo sobra la lava, la enfrió. En ese momento, oyó un grito capaz de paralizar su corazón. De nuevo era el cuerpo de Tam lo que abrazaba y el grito lo profería la reina del bosque; desde el lomo de un caballo negro medio encabritado, les dijo: “Habéis logrado vencerme por la fuerza del amor de una mujer humana. Mi deseo de venganza es terrible, pero huid deprisa, lejos de aquí. Mi ira arderá mucho tiempo y tal vez nos encontremos de nuevo, pero ahora me habéis vencido y debo permitiros marchar”. Llegados a palacio, el rey se alegró de tal modo por recuperar a su hija, que perdonó su abandono, y en agradecimiento por el favor de Tam al no apresarla para la reina del bosque, le concedió su mano y vivieron felices para siempre.
Las tres mujeres asintieron, pero con expresión severa.
-Tu relato ha descuidado varios matices –dijeron-, pero lo has contado bien en general y vemos que comprendes la paradoja de que tres peligros sean el mismo peligro y que, por consiguiente, comprendes el significado de la trinidad.
Fue en ese momento cuando la verdad se tornó diáfana en la mente de Divea.
-Comprendo.
-¿Comprendes? –preguntaron las tres voces.
Divea se limitó a asentir. Había comprendido pero era la suya una comprensión zarandeada por una vorágine de dudas. Mientras, le dominaba un sentimiento vago de ser observada desde algún punto que no conseguía localizar, igual que le había ocurrido ya varias veces en los bosques cuando su grupo era vigilado por los servidores de los druidas. Por si acaso, y respondiendo a un impulso completamente irracional, puesto que no había un druida a la vista ni, mucho menos, había sido llevada ante la eterna Morgana, extrajo de su ropa la marca-árbol de Karnun, el cascabel de Ogmios y el aro de bronce, y según los mostraba fue pronunciando las tres frases rituales.
Las tres mujeres sonrieron, ahora parecía que de verdad.
Como un rayo, cayó sobre la mente de Divea la convicción que no iban a llevarla a otra estancia a hablar con la druidesa eterna y que el templete, aunque de piedras raras y muy ornamentadas y a pesar de no encontrarse al aire libre en un bosque, era en realidad un nementone.
-Bien –dijeron las tres mujeres al unísono-, si has venido aquí en busca del saber de Morgana, debemos discutir si lo mereces, pero sólo porque te muestras dispuesta a asimilarlo; si hubiéramos descubierto tu incapacidad, habríais sido arrojados al abismo. Sentaos los siete en aquel rincón, y esperad nuestro veredicto.











75
-No he comprendido nada –dijo Conall.
Esperaban sentados en unos troncos que, a modo de taburetes, les habían ofrecido los hombres sin rostro, y se hallaban en el rincón más alejado del templete del esqueleto con armadura de oro.
-Porque no lo has intentado –repuso Divea con tono de reproche-. Debes esforzarte más, Conall, porque si tuviésemos la fortuna de salir de aquí con bien, nuestro viaje se acerca al final. Y nunca dejes de tener presente que el bardo Tito es casi tan anciano como mi bisabuelo. Ni a Tito ni a Galaaz les queda mucho tiempo.
-Yo tampoco he comprendido –era el gálata quien lo declaraba.
-Pero en ti la incomprensión no tiene la misma importancia, Fergus. Conall está preparándose para profesar de bardo. Por ello, tiene obligaciones, y hasta los genios sudan para conseguir sus metas.
-Nosotras somos sacerdotisas –arguyó Nuadú señalándose y señalando a Dagda-, y tampoco hemos comprendido. ¿No puedes aclarárnoslo?
La futura druida suspiró hondo antes de responder:
-Morgana tiene y no tiene quinientos años.
-¿Qué quieres decir? –preguntó Fergus.
Conall no se atrevió a pronunciar la misma interrogación. Sabía que había enrojecido a causa de los reproches de Divea, pero lo peor era su incapacidad de aclarar para su pensamiento las crecientes contradicciones de su pecho.
-No vamos a ser llevados ante la presencia de la Morgana que vivió hace quinientos años –aclaró Divea-, porque no existe. La druidesa eterna no es un cuerpo que no muere, sino una institución, de ahí que haya nacido la leyenda de la eternidad. Es la condición de druidesa lo que ha permanecido inalterable todo este tiempo, y la heredan de madres a hijas. Las tres mujeres sentadas en lo que es realidad una clase diferente de nementone, desconocida para nosotros, y ante el monumento más extravagante al amor de madre que he visto jamás, son abuela, madre e hija, descendientes directas las tres de Morgana. Supongo que forman una trinidad para que el saber de la Morgana primitiva se transmita sin vacilaciones ni errores. Entre las tres, al unísono, aseguran la preservación del legado de la gran druidesa.
-Pero no sólo muestran saber… -murmuró Fomoré con la cabeza agachada por temor a que alguien pudiera leer sus labios de lejos.
-¿Estás pensando lo mismo que yo, Fomoré? –musitó Divea casi sin mover un músculo de la cara.
-Creo que sí. Éste es un lugar real, podemos tocar la piedra, que es fría y dura como corresponde a la piedra. Pero todo parece irreal, empezando por las dificultades sostenidas e incomprensibles de encontrar el lago y siguiendo por la negrura casi sobrenatural de la roca bajo la que estamos ahora. Llevo muchos años obsesionado con la necesidad de encontrar explicación a las cosas que, en apariencia, no la tienen, y creo que cuanto aquí ocurre podría tener una explicación sencilla. O, mejor dicho, dos. Los celtas, al contrario que otros pueblos, vivimos en contacto con los misterios de la Naturaleza, que está repleta de arcanos a los que los hombres han ido encontrando poco a poco explicación a lo largo de los siglos, y así tendrá que continuar siendo en el futuro hasta que todo sea desvelado, porque es incomparablemente más lo que ignoramos que lo que sabemos. No obstante, fuimos casi siempre nosotros los primeros en desentrañar los misterios que, hasta ahora, han hallado solución. Pero pudiera ser que algún celta hubiera llegado aún más allá de lo que sabemos y se lo haya callado. Si así fuera, todo lo que ocurre aquí quedaría aclarado. Mi primera explicación es que este encierro de tantos años puede producir y seguramente habrá producido locura; la segunda, que Morgana y sus sucesoras hayan descubierto efectos y facultades en la materia que los demás no conocemos todavía. Combinando la locura con los conocimientos ignorados, todo lo que nos ha ocurrido en ese bosque de ahí fuera y cuanto ocurre aquí podría ser explicado y resultar de lo más lógico.
Divea apretó un poco los labios. Coincidía con Fomoré en el sentido general de su idea, pero discrepaba de su escepticismo. Aunque todos los misterios pudieran hallar explicación algún día, ella opinaba que los hombres necesitarían de todos modos mantener viva su capacidad de maravillarse y creer en la magia de la sobrenaturalidad inaprensible.
-¿Quién estaría preso de esa locura que dices? –preguntó Conall a Fomoré.
-Todos. Y esas tres mujeres que Divea considera descendientes directas de Morgana, las primeras.
-Entonces, estamos perdidos –opinó Conall.
-No lo estaremos –aseguró Divea-, si usamos nuestro ingenio. Oíd lo que haremos.



76
Fueron llamados de nuevo a la presencia de las tres mujeres sentadas ante el monolito del nementone. Aunque todo permaneciese igual, casi todo había cambiado. Las cortesanas que, a su llegada, cotorreaban y deambulaban sin orden alrededor del templete, ahora habían formado un círculo perfecto y Fomoré pudo contar que totalizaban cuarenta y nueve. Habían sacado de algún sitio gran cantidad de muérdago para colgarlo en las siete columnas. Por último, los hombres sin rostro, alineados a lo largo de las cuatro paredes, se habían sentado en el suelo en los mismos lugares, con las cabezas reclinadas sobre sus rodillas y las espaldas apoyadas en la piedra.
Las tres mujeres dijeron al unísono:
-Divea, vuelve a mostrarnos los tres símbolos claves y recítanos de nuevo las plegarias.
La futura druidesa extrajo la cruz celta que representaba el árbol como marca de Karnun, el cascabel que refrenaba con su tintineo los impulsos belicosos de Ogmios y el anillo de bronce con una figurilla de hombre que apoyaba manos y pies en el aro que simbolizaba la obra de los dioses. Al mismo tiempo, fue recitando las tres frases muy cerca de los tres asientos para que sólo ellas pudieran escucharla.
Al finalizar, las tres movieron la cabeza con aprobación.
-Hemos decidido otorgarte el saber que has venido a buscar, con la condición de que nunca olvides que te costaría la vida repetir para otros oídos un solo dato de los que vas a conocer ahora. ¿Estás segura de desear correr el riesgo?
Divea asintió.
-¿Estás segura de que tus labios permanecerán sellados por toda la eternidad?
Divea volvió a asentir.
-Que todos los presentes ensordezcan –ordenaron las tres.
En el primer instante de incomprensión del grupo de Divea, nada ni nadie se movió, ni ocurrió cualquier cosa que pudiera corresponderse con la extraña orden. Pero unos momentos más tarde, apareció por el túnel de la entrada una fila de muchachas de edades comprendidas entre los diez y los quince años, todas ataviadas con túnicas blancas que sólo les llegaban a la rodilla, y coronadas de hermosas flores recién cortadas. Todas portaban pequeñas bandejas de plata. Fomoré las contó; cuarenta y nueve.
A excepción de los hombres sin rostro, fueron acercándose uno a uno a todos los presentes para introducir en sus oídos las bolas de cera que portaban en las bandejitas. A todos, menos a Divea. Por consiguiente, ninguno de los seis acompañantes pudo oír ni el más leve sonido de cuanto ocurrió a continuación.
De modo que les parecía que ocurriesen en una ensoñación y no en la realidad el movimiento de los labios de las tres mujeres y los ademanes de Divea. La mayor de las tres era la que más hablaba y parecía que ahora no lo hicieran nunca al unísono, porque a largas parrafadas de la abuela seguían frases más cortas dichas a dúo por madre e hija, como si pronunciasen jaculatorias que redondearan el discurso central de la abuela. Al mismo tiempo, y siguiendo la misma cadencia de las palabras que no podían oír, Divea se arrodillaba en el suelo, se volvía a poner de pie, a continuación se tendía boca abajo y se alzaba prestamente para quedar, de nuevo, de rodillas. Fomoré creyó contemplar una representación teatral de la locura de las tres descendientes de Morgana. Fergus siguió todas las evoluciones con fervor, convencido de presenciar la más hermética de las ceremonias en honor de los dioses. Brigit trataba desesperadamente de leer los labios de la abuela, pues con los oídos sentía que le hubieran taponado las demás facultades. Naudú y Dagda mantuvieron todo el tiempo la cabeza inclinada sobre el pecho, en señal de respeto y veneración. Con mayor desesperación que Brigit, Conall intentaba descifrar alguna frase que pudiera servirle para el futuro que se había marcado.
Transcurrido un tiempo que a todos les pareció exagerado, vieron que las tres mujeres daban una palmada simultánea que puso en movimiento, de nuevo, al cortejo de las cuarenta y nueve muchachas. Desfilaron otra vez entre las cortesanas y los seis compañeros de Divea, y fueron extrayéndoles las bolas de cera.
-Ahora –dijeron las tres a coro-, recibe este presente que deberás guardar el resto de tu vida.
La abuela depositó en las manos de Divea un pectoral de oro grabado profusamente con círculos y grecas celtas.
-A cambio, entréganos ese torques que luces.
Divea dudó unos instantes. El torques de plata maciza que le había regalado Goigniu era el objeto más bello y valioso que hubiera poseído jamás. Según las costumbres celtas, constituiría una ofensa muy grave contra el generoso druida dar a otro lo que él le había obsequiado. Por lo tanto, posó la mano sobre su cuello abarcando la parte más ancha del collar e inclinó la cabeza.
-Niña, no me hagas perder la paciencia –dijo la abuela, hablando sola-. Dame de una vez el torques.
Como respuesta, Divea le tendió la mano izquierda con el pectoral de oro, intentando que lo volviera a coger. Sentía desgarro interior, porque también el rechazo de un regalo era una ofensa, pero ocurrió lo más inesperado. La abuela sonrió, aunque muy levemente, antes de decir:
-Veo que eres humilde y respetuosa de la tradición. Y observo con gran complacencia y dicha que careces de ambición. Por lo tanto, puedes quedarte el torques de plata y también el pectoral de oro. Póntelo.
Divea se dio cuenta de que todo había terminado y ahora tenían que afrontar los siete el destino que ellas les hubieran asignado, y sospechaba que no sería el mismo para los siete; sobre todo, para los hombres. Tenía que comenzar a poner en práctica el plan.
-¿Puedo suplicaros, excelsa druidesa, un último favor?
Vislumbró enfado en los tres pares ojos, pero procuró permanecer serena.
-¿No crees que estás abusando de nuestra paciencia?
-Ruego que me perdonéis si así fuera. Pero es tan inmensa vuestra sabiduría, que no querría abandonar este maravilloso reino sin conocer de vuestros labios la explicación de un último enigma.
-La vida y el mundo están llenos de enigmas. ¿A cuál te refieres?
-Sólo podría preguntároslo arriba, en el embarcadero.
Las tres se miraron entre sí. Parecía ser bastante insólito que salieran al aire libre, por lo que Divea añadió:
-Los celtas nos hemos adelantado a los demás pueblos en el conocimiento físico de la materia porque nos hacemos preguntas y nos las respondemos desde el principio del tiempo bajo el amparo del firmamento, enfrentados a la Naturaleza. Vos sois la druidesa más sabia y longeva del mundo, por lo tanto no quiero ni imaginar siquiera que podáis temer al aire libre. Mi corazón no podría soportar la decepción.








77
Por si las tres poseyeran facultades telepáticas, Divea subió la escalera tras ellas tratando de no pensar más que en cuestiones materiales y visibles, en vez de los pasos que debían dar ella y los seis para materializar su plan de huida; cuando notaba que su mente se inclinaba hacia la resolución del problema, se afanaba en recitar mentalmente alguna de las ripiosas canciones del bardo Tito, mientras fijaba los en la brillante y riquísima ropa de las tres mujeres, el basto y pestilente tejido de las túnicas de los hombres sin rostro, la enormidad horripilante de las lanzas que portaban, el negro sin reflejos de la piedra según se acercaban al exterior, las sandalias de hilos de oro trenzados que calzaba la nieta, los zapatos de piel de armiño de la madre y las babuchas recubiertas de pedrería de la abuela.
Al reaparecer en el embarcadero, se encontraron con que iba a anochecer al poco rato. Divea trató angustiosamente de recordar la fecha, para determinar si tendrían Luna llena o, al menos, un creciente o un menguante que les ofreciera alguna luz para la huida, pero los esfuerzos de no revelar su pensamiento la habían bloqueado. Tal como pronosticara Brigit durante el conciliábulo con sus seis compañeros, las tres se situaron en línea. La abuela en el centro, a su derecha la madre y a la izquierda, la hija. Era la más joven, por consiguiente, la que se encontraba al borde del agua. Además de los seis compañeros del grupo, sólo habían subido con ellas dos hombres sin rostro que ni siquiera terminaron de salir al exterior, permaneciendo más allá del arco, en los dos primeros peldaños de la escalera como si hubiese fuera algo que no eran capaces de afrontar. El barquero continuaba encogido en la barca, con la cabeza agachada bajo el manto como si debiera protegerse del aire libre.
-¿Qué enigma es el que deseas aclarar, Divea? –las tres volvían a hablar a coro.
-Por qué la luz no escapa ni es reflejada por esta roca tan inmensamente negra, que sin duda debe de tratarse de uno de los secretos más importantes y ocultos del mundo. Pero antes de que me respondáis, quisiera que oigáis a la más prodigiosa de mis compañeras, Brigit. Habéis de saber que posee facultades que los dioses otorgan a muy pocos elegidos. Mientras aguardábamos el comienzo de vuestras enseñanzas, ella me expresó vaticinios sobre vosotras tres que me parecen veraces y que, tal vez, os gustaría oír.
Las tres se miraron entre sí con perplejidad y, luego, asintieron.
Brigit se aproximó a la madre con las palmas de las manos vueltas hacia ella. Hizo una genuflexión y, flexionada, sin alzar la cabeza, dijo:
-Tu sabiduría apenas tiene límites. Alcanza a cuanto existe sobre la tierra, bajo ella y en el aire. Cuanto ampara el firmamento te ha sido revelado. Pronto alcanzarás y hasta superarás la ciencia de tu madre. Pero hay algo que ignoras.
Las tres miraron a la sibila con enojo trufado de asombro.
-Sí, ignoras uno de los acontecimientos más trascendentales de tu vida futura.
La nueva pausa de Brigit pareció enfurecerlas de impaciencia.
-Yo afirmo que antes de dos solsticios de verano, habrás de ver nacer una hermosa niña de esta hija tuya. Antes de dos solsticios tendrás entre tus brazos a la más bella de las nietas.
La madre sonrió casi imperceptiblemente, pero en sus ojos había un fulgor de felicidad. Brigit se acercó a la abuela, de nuevo mostrándole las palmas de sus manos, y realizó una genuflexión aún más profunda. No alzó la mirada para decirle:
-Tu sabiduría es la mayor del mundo. Nadie existe entre los mortales que supere la dimensión inabarcable de tu ciencia. Nadie, salvo tu propia hija, que habrá de igualarte antes de siete solsticios de verano. Pero hay algo que ignoras.
La abuela no se dignó enfadarse siquiera; sonrió con suficiencia algo jactanciosa.
-Sí, ignoras uno de los acontecimientos más trascendentales de tu vida futura.
Ahora, la impaciencia de las tres estaba desprovista de furor.
-Yo afirmo que te verás agarrotada por la duda antes de tres solsticios de verano, porque tu nieta parirá un varón…
Los ojos de las tres se desorbitaron. Brigit continuó:
-Tu nieta parirá un hermoso varón, heredero de las gracias y la inteligencia de Mordred, y de la caballerosidad y arrogancia de Arturo. Como con tu sabiduría inmensa sabrás reconocer sus virtudes al instante, dudarás más de dos lunas junto a ese bisnieto como jamás has dudado.
-¿Y qué ocurrirá después de esas dos lunas? –preguntaron las tres a coro.
-La madre Dana me niega ese conocimiento. Por más que lo he intentado toda la tarde, no consigo ver vuestra actuación posterior.
Brigit volvió a inclinarse en reverencia ante la abuela y, a continuación, fue a dar un paso hacia su derecha para repetir la genuflexión ante la nieta. Pero por lo pulimentado del suelo y la humedad del relente, fingió resbalar y fue a chocar contra el cuerpo de la muchacha. Cayeron las dos en el agua. Brigit simuló no saber nadar y, por si acaso, tenía sujeta la ropa de la joven bajo el agua, de manera que tampoco ella pudiera hacerlo. Ambas manoteaban entre alaridos y los tres hombres se lanzaron al agua. Mientras sujetaban a la nieta Fomoré y Fergus, dijo Conall:
-Divea, Dagda y Nuadu, bajad a la barca, para que podáis sacar entre las tres a esta joven.
Tal como Divea esperaba, los únicos dos hombres sin rostro que habían subido con ellas permanecieron más allá del arco negro, inmóviles en los dos escalones, aunque parecían torturados por el obstáculo que les incapacitaba para abandonar el refugio. El barquero ni siquiera había alzado la cabeza. La abuela y la madre tenían expresiones de terror y parecían no saber qué hacer. Por lo tanto, nadie impidió que las tres mujeres abordaran la barca. Sacaron prestamente a la muchacha, pero escenificando la pretensión de consolarla y parar sus tiritones simulaban palparla sujetándola con firmeza. En seguida, subieron a bordo los tres hombres y Brigit. Cuando ya se encontraban todos en la barca, Fergus y Fomoré preparados junto a los remos mientras Conall sujetaba al barquero, Divea se alzó y dijo:
-Sabia Morgana, la eterna, la de las tres personas, la trinidad perfecta. Debo agradecerte con todo mi corazón el saber que me has entregado y todos en el mundo conocerán la dimensión inimaginable de tu generosidad y tu ciencia. Pregonaré tu gloria en Gales, Hibernia y a mi regreso a Hispania. Ahora, tenemos la obligación de marcharnos, porque nosotros siete somos como vosotras, indivisibles, y debemos culminar juntos nuestro viaje. Con objeto de iluminar nuestro tránsito hasta la salida de vuestro reino, hemos de llevar con nosotros a esta estrella inigualable, esta parte indisoluble de vuestra trinidad. Nos acompañará en la travesía del lago, y también atravesará con nosotros el bosque, para que ni los aromas ni los hombres sin rostro obnubilen ni entorpezcan nuestro viaje. La dejaremos en la linde del bosque con todos los honores y con todo nuestro afecto.